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El Ruego de Rosy David R. Syme "Una rosa, aunque tuviese otro nombre, siempre tendría perfume". --Shakespeare. Pero no ésta. Allí, en la oscura callejuela saltó inesperadamente en frente de mí y tomándome las manos me suplicó: "Señor, por favor, haga el amor conmigo". Sus formas no tenían ningún atractivo; y en su voz sonaba la tragedia. Tendría la pequeña no más de 11 o 12 años, y aún en las sombras de la callejuela oscura, podía ver escrito en su rostro la ternura de la inocencia. Yo conocía muy bien la ciudad. Conocía esa selva de cemento y de inhumanidad. Conocía su pobreza y arrogancia. Sin embargo, no estaba preparado para este encuentro en la oscuridad. Justo y correcto como yo era, inmediatamente comencé mi sermón: --Pequeña, ¿sabes lo que estás diciendo? ¿No has oído hablar del SIDA? ¿No sabes que vas a morir si vives así? Pero Rosy estaba más preocupada por mi salud que por la de ella: --No necesita preocuparse, señor --me dijo rápidamente--. Tengo un condón. ¡Oh, qué vida miserable! --Tú eres muy joven para morir --le dije--. Vuelve a tu casa, donde tus padres. Me alejé, literalmente enfermo del estómago y por unos momentos quedé paralizado. Pero mi estupefacción fue sacudida por el llanto de Rosy. --Esta es mi casa --señaló, apuntando hacia la calle--, y mi mamá y mi hermanita están allí a la vuelta de la esquina. No hemos comido por tres días. Igual nos vamos a morir. Por favor, señor... Su ruego sacudió mi propia arrogancia, y podía sentir dentro de mí el dolor de su llanto. ¿Por qué? ¿Por qué esta criatura? ¿Señor, qué puedo hacer? Pasaron delante de mí imágenes del dedo Eterno escribiendo sobre la arena de Palestina. No, esta criatura no está en venta, ni tampoco debe ser condenada. ¿Y quién soy yo para perdonarla? --Ven Rosy --le dije--, vamos a buscar un poco de comida. Conseguimos pollo asado, papas fritas y leche. Me senté en la calle con Rosy, su madre y la bebecita. Mientras comían la primera comida decente, quién sabe en cuanto tiempo, me contaron su historia, una historia de pobreza y de ser juguete en las manos del poder y la injusticia arrogante. Rosy era la primogénita de una joven familia. Su padre era un agricultor pobre. La vida era dura, y a pesar del arduo trabajo y del sudor, el pedacito de tierra no alcanzaba para sostener a su familia. Cerca de allí había una compañía multinacional que había instalado una planta procesadora de alimentos; y como necesitaban más tierra, comenzaron a comprar los pequeños terrenos, los que pagaban dando trabajo en la fábrica. El padre de Rosy vendió la tierra y entró a trabajar en la fábrica. Cuando los trabajadores se enteraron de que la compañía les estaba pagando sueldos miserables, se unieron para solicitar que la administración les pagara lo que era justo. Y los echaron. Pero del otro lado del gran portón había cientos de personas esperando, listas a trabajar por cualquier precio. Los padres de Rosy tenían una sola opción: ir a la ciudad, donde de alguna manera podrían sobrevivir. Por hogar, arrendaron una choza de cartón. Los tres se unieron a otros 85.000 que vivían apretados como sardinas en tres hectáreas de terreno anegado. El padre de Rosy encontró un trabajo como repartidor de mercaderías de los supermercados a los hogares. El trabajo era duro. Las horas interminables. Poco tiempo después comenzó a toser y escupir sangre. En pocos meses la tuberculosis había cobrado otra víctima. Rosy y su madre fueron a vagar por las calles. Sin ninguna destreza manual para el trabajo, la madre recurrió a la más antigua de las profesiones, mientras Rosy observaba por sobre el saco de plástico donde tenían todas sus posesiones. La bebecita, hermana de Rosy, era una hija de la calle, concebida y nacida en la calle. Al final del embarazo de su madre, Rosy, quien entonces tenía 10 años, tuvo que realizar su sacrificio supremo para que las tres pudieran sobrevivir. Ella era la que ganaba el pan. "Por favor, señor..." comenzaba noche tras noche su ruego. Mis emociones eran un tremendo torbellino, mientras escuchaba los ecos sin fin de ese grito. Tenía rabia y me sentía sacudido en lo más profundo de mi ser. ¿Cómo era posible que se permitiese semejante injusticia? Aconsejé a Rosy y a su madre, les indiqué dónde podían ir para conseguir ayuda y les dejé dinero suficiente para unas pocas semanas. Aquella fue la última vez que vi a Rosy. Desde entonces he regresado varias veces a esa ciudad. Cada vez traté de localizar a Rosy, pero sin éxito. Sin embargo, su ruego resuena todavía en mis oídos provocando preguntas que me resultan muy duras. Yo espero que también sean duras para ti como cristiano. Existen cientos de Rosys cautivas del vicio y la injusticia: heridas, hambrientas, y sin esperanza. ¿Qué haremos? No existen respuestas simples. Pero hay algo que sí sabemos con toda seguridad: Nuestro Dios constantemente confirma su interés en el pobre y pronuncia su juicio contra la ambición y la injusticia. Es el mismo Dios que exige de sus seguidores: "Defended al débil y al huérfano; haced justicia al afligido y al menesteroso. Librad al afligido y al necesitado; libradlo de mano de los impíos". (Salmo 82:3,4). Jesús definió su misión en términos parecidos. Al comienzo de su ministerio se ubicó como el Redentor: "Para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos,...a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor" (Lucas 4:18, 19). Al fin del tiempo Jesús se investirá como Juez del Universo, y su evaluación de la humanidad girará alrededor de dos asuntos: ¿Conocemos a Dios en la persona de su Hijo? ¿Hemos ministrado a Jesús y atendido sus necesidades en la persona de los pobres y marginados? En este marco bíblico, yo, como cristiano, soy llamado a atender las necesidades humanas. Si respondo, me puede resultar duro y riesgoso. Puede ser muy costoso y no llevar frutos. Pero no existe una cláusula escapatoria. La pregunta fundamental, en términos de mi propia salvación, no es cuántas vidas he cambiado o cuánta injusticia he evitado, sino cuánto de mí mismo he dado a alguien en necesidad. En este momento, no sé dónde pueden estar Rosy, su madre y la bebecita. No sé si lo que hice por ellas cambió en algo sus vidas. Pero sé esto: sentí una paz inexplicable cuando en medio del frío de aquella trágica noche, el Dios del pobre venció mis prejuicios y mi tendencia a juzgar. Fue él quien me ayudó a escuchar un ruego macabro. El ruego de Rosy. Nacido en Inglaterra, David R. Syme es director de desarrollo de Misión Global. Ha servido como enfermero y como ministro en el Africa. |