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La psicología de la sociedad postmoderna: Una perspectiva escatológica

“Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, confundidas a causa del bramido del mar y de las olas; desfalleciendo los hombres por el temor y la expectación de las cosas que sobrevendrán en la tierra; porque las potencias de los cielos serán conmovidas. Entonces verán al Hijo del Hombre, que vendrá en una nube con poder y gran gloria” (Lucas 21:25, 26).

¿Cuándo establecería Jesús su reino de gloria? ¿Cuándo acabaría este mundo? ¿Cuándo terminaría la pesadilla del pecado y comenzaría el nuevo orden de eterna paz? Estas preguntas preocupaban a los discípulos, y también a los cristianos a través de la historia. Lucas registra las palabras de Jesús, señalando seis señales que apuntarían específicamente la cercanía de ese momento climático de la historia. Tres de ellas tienen que ver con fenómenos astronómicos: el oscurecimiento del sol, el de la luna y la caída de las estrellas (ver Mateo 24:29, 30). Los otros tres fenómenos son de orden psicológico: angustia, perplejidad y desfallecimiento.

La escatología adventista nos ha mostrado el cumplimiento de los tres primeros sucesos en la historia. Este artículo tratará acerca de los otros tres fenómenos, que son de orden psicológico: angustia, perplejidad y desfallecimiento.

Jesús usa tres frases que describen de manera diferente pero que se relacionan con las señales del fin de los tiempos en la arena psicológica. La Versión Reina-Valera revisada, edición 1960, utiliza estas frases: angustia “angustia de las gentes”, confusión “confundidas a causa del bramido del mar y de las olas” y desfallecimiento “desfalleciendo los hombres por el temor y la expectación de las cosas que sobrevendrán en la tierra”. Estas señales psicológicas que conmoverían la vida humana parecen constituir formas globales de comportamiento o estilos específicos de vida que implicarían la conducta y el estilo de vida. Estudiaremos la naturaleza de estas señales usando modelos psicológicos o, más bien, psicopatológicos, para mostrar el estado en que se encuentra la humanidad postmoderna, aún en momentos en que el fin se acerca.

Raskólnikov o de la angustia contemporánea

En la segunda mitad del siglo XIX, el optimismo dio paso al pesimismo. Desde que Sören Kierkegaard, el filósofo danés, publicó en 1844 El concepto de la angustia, los filósofos y los teólogos han considerado la angustia como un fenómeno humano de la existencia.

Al leer las obras de Nietzsche (1844-1901), Heidegger (1888-1976), Sartre (1905-1980), Camus (1913-1960) y otros filósofos existencialistas, nos percatamos inmediatamente que sólo la angustia, emergiendo de la nada y marcada por la muerte inevitable, puede despertar la conciencia de la realidad auténtica de la existencia humana. Como lo dijo una vez Heidegger, la angustia “nos coloca en presencia del mundo en tanto es mundo” y “se revela como la problematización por sí mismo del existente que yo soy”.

En la búsqueda de un ejemplo que pueda simbolizar esas vivencias opresoras y que de alguna manera represente la concepción de la época, quizá el más dramático haya sido el protagonista de la obra de Dostoyevsky Crimen y castigo (1866).1 Se trata de Raskólnikov, un joven estudiante que vive en la miseria y que busca una salida de su pobreza. Un día, Raskólnikov conoce a una vieja usurera avara. Y reflexiona acerca del valor de la existencia de ese ser miserable en comparación con la suya. Si se apoderara de su dinero podría ayudar a su madre y a su hermana, pagarse los estudios y hacer el bien por doquier.

Hace su decisión y, llevado por las circunstancias, asalta y mata a la anciana. Por un extraño concurso de los hechos, ningún indicio permite que los jueces sospechen de él. Entonces comienza el verdadero drama interior: “Una mortal sensación de torturante, infinita soledad y aislamiento se revelaba de pronto a su conciencia”. No puede dormir, estremecido por un temblor nervioso; y cuando puede lograrlo, despierta sobresaltado en medio de la noche. Con el corazón palpitante, escucha en su delirio gritos horrendos e imagina castigos violentos. Vive ahogado por la angustia, susceptible e irritable, con una sensación terrible, extraña, espantosa. Ensimismado y adusto, con el ceño fruncido, los labios apretados y los ojos encendidos, se encierra en su cuartucho.

La historia termina cuando Sonia, una prostituta, lo convence que confiese. Recordando las palabras del evangelio: “Quien cree en mí, aunque esté muerto, vivirá”, experimenta por fin el arrepentimiento que lo rescata de la culpa y la angustia, devolviéndole la paz y la libertad interior.

Dostoyevsky tuvo la intuición premonitoria del rol decisivo que jugaría la angustia en el siglo XX. También Karen Horney escribió acerca de “las dificultades que reinan en nuestro tiempo y en nuestra cultura”, debido a “los conflictos psíquicos que padecemos”, caracterizados por la neurosis y la angustia.2

Para los filósofos, la angustia es la expresión del desarraigo, de la nada y la soledad absoluta ante el infinito. Para los psicólogos, es un indicador de un desorden emocional y constituye un lenguaje de la neurosis. Para el estudioso de las profecías, la angustia es una señal de los últimos días, la cual culmina alrededor de mediados del siglo XX. Pero eso no es todo. El tema profético de Lucas 21 va más allá de la angustia, pintándonos la condición humana de la segunda parte de nuestro siglo como una perplejidad y confusión absolutas.

Emilio Sinclair o de la perplejidad ambivalente

El vocablo griego que se traduce como “perplejidad” es aporia. Literalmente, significa “sin poros”, “sin camino o salida”. Conlleva el significado de “dificultad”, “confusión”, “incertidumbre”, “duda” o “escepticismo”.

Según Jesús, ese estado de perplejidad se produciría “a causa del bramido del mar y de las olas”. En la simbología apocalíptica los mares y las aguas significan “pueblos, muchedumbres, naciones y lenguas” (Apocalipsis 17:15). El punto es simple: La perplejidad como una señal escatológica necesita ser vista en las voces y opiniones antagonistas que dominarán al mundo a medida que la historia se aproxima a su fin. ¿Quién tiene la verdad? ¿A quién debemos creer? ¿Existe realmente la verdad? ¿Cómo debemos definir el bien? ¿Y el mal? ¿O es que no vale la pena preguntarnos estas cosas? La profecía bíblica acerca de los últimos tiempos sugiere que el escepticismo y la duda corroerían el ámbito de la vida, incluyendo la religión, la política, la educación y los valores familiares. Los niños educados en esa atmósfera y los jóvenes formados en medio de esa cosmovisión se transforman en ambiguos, indefinidos o “andróginos”.3

Esta confusión no es simplemente un problema emocional con repercusiones como la angustia, sino que altera la identidad y la organización misma del ser, afectando la percepción de la realidad. Un modelo de esta ambivalencia psicológica es Emil Sinclair, el protagonista de Demian, de Hermann Hesse (1877-1962).

Hesse, premio Nóbel de literatura, retrata en su libro al adolescente perturbado por la confusión de los cambios propios de la edad y los sucesos políticos previos a la Gran Guerra. Sinclair vivía en medio de un profundo antagonismo anímico, experimentando la sensación de ser un habitante de dos mundos: “el demoníaco, encubierto y silenciado” y el “mundo luminoso” de la vida ordenada y creyente. “Mi estado durante aquella época fue una especie de locura. En medio de la ordenada paz de nuestra casa vivía yo huraño y atormentado como un fantasma”. Inestable, ambivalente, contradictorio, estaba dominado por sentimientos mixtos de “júbilo y temor”. Según su propia confesión, dentro de sí coexistían Caín y Abel. Oscilaba entre las idealizaciones y las desvalorizaciones extremas. Sus fluctuaciones y dudas también afectaban su identidad sexual: era masculino y femenino a la vez.

Ese estado de confusión y perplejidad ha dominado y domina nuestra cultura hoy. Erich Fromm 5 atribuye el fenómeno de ambigüedad a la pérdida de la comprensión de sí mismo. Afirma que “la sociedad va en camino a la barbarie”, como resultado del “robotismo”, la “automatización” y la “burocratización” manipuleadora, factores promotores de la “locura y destrucción” que caracterizaron la década del 60. En esa época surgieron los movimientos de los hippies, la música rock, los Beatles y los actos violentos de protesta juvenil que conmocionaron el mundo.

De esta manera, nuestra civilización ha venido avanzando por el camino de la deshumanización, transitando peligrosamente por los territorios que bordean los abismos de la enajenación. El alma siente dentro de sí un vacío angustioso. Pero aunque vivimos en un mundo de una perplejidad tal, como cristianos anticipamos la liberación, mirando hacia adelante, hacia el fin de esta era y el comienzo de una nueva era.

La época de Saúl o de la paranoia colectiva

La última de las tres señales psicológicas del tiempo del fin es la del “desfallecimiento”. El vocablo griego se refiere a algo que proviene de lo frío o que produce frialdad. Los psicólogos se refieren a cierta condición de frialdad o insensibilidad. La frialdad es la incapacidad para sentir o experimentar emociones. Es un rasgo característico de los enfermos mentales, en quienes las emociones están disociadas de las representaciones o ideas. Describe la actitud indiferente de los alienados a quienes nada “parece afectarlos”.

En la profecía, la frialdad también puede referirse a un estado de pensamientos perturbadores y enfermedad mental o psicosis. Sin embargo, hay muchos tipos de psicosis. ¿A cuál se refiere Jesús al referirse a las señales del tiempo del fin? Quizá el texto mismo nos da una clave: “desfalleciendo los hombres por el temor y la expectación de las cosas que sobrevendrán en la tierra”.

Son muchos los que viven con temor. Se sienten amenazados por los peligros del presente y la incertidumbre del futuro. Están casi paranoicos. Se trata de individuos de apariencia normal, que razonan en forma lógica, pero sus temores exagerados los llevan a pensar que los más insignificantes hechos son indicios de una conspiración o complot preparado siniestramente por individuos poderosos, sectas u organizaciones terroristas, para destruirlos. Se sienten espiados por todos, sujetos de las habladurías de los demás, o traicionados, juzgados injustamente y movidos a defender su honor, derechos e intereses menoscabados —eternos pleitistas, que viven reclamando reivindicación—. Y como resultado, su corazón desfallece.

Entre los muchos ejemplos de la literatura, el cine o la televisión que podrían ilustrar este tipo de comportamiento, escogeremos a Saúl, el primer rey de Israel, una persona de gran poder, y sin embargo, incapaz de controlar sus propios pensamientos y sentimientos. En cada sombra veía un enemigo. Hasta consideró enemigo a quien le había traído la sanidad. Desconfiaba de David. Fracasó en entender los propósitos y planes que Dios tenía para él. A pesar de un comienzo auspicioso, Saúl se convirtió en un ser vacío. El temor era su constante compañero; la desconfianza, su guía. Un temor tal, dice Jesús, será una de las características de los últimos días y afectará al hombre postmoderno.

El temor y la sociedad postmoderna

¿Quiénes son los hombres y mujeres postmodernos? El término postmoderno fue utilizado a fines de la década del 60. Con la publicación de La condición postmoderna, de Jean-Francois Lyotard, en 1979, se difundió rápidamente el concepto de que lo humano se despersonaliza convirtiéndose en series de códigos y signos. Otros factores que contribuyeron a definir la nueva época o el “nuevo orden internacional” fue la caída del muro de Berlín, la Guerra del Golfo, el agotamiento de los parámetros ideológicos precedentes y el fin de la polaridad Este-Oeste.

K. Gergen6 sostiene que el hombre postmoderno emerge de dos etapas anteriores: la visión romántica del siglo XIX y la cosmovisión modernista de principios de siglo. Estas etapas produjeron tres etapas en la vida humana.

La primera etapa, la romántica, se caracterizaba por el subjetivismo, la fuerza de la pasión, la creatividad, la presencia de lo oculto, lo latente y profundo. Se consagró al individuo, la inspiración de los genios, los valores de la amistad, los lazos del amor conyugal y la unidad familiar e imperó el sistema de la familia extendida (toda la parentela).

La segunda etapa, el modernismo, impuso nuevos valores que derrumbaron la visión romántica. Promovió la evidencia objetiva, la utilidad racional, el desarrollo científico y el descubrimiento de las leyes de la naturaleza. Dominó el argumento del progreso y la maquinización. La inquietud romántica por lo oculto y de los sentimientos profundos fueron reemplazados por el yo racional, ordenado y accesible. Se adoptó la norma de la familia “cápsula” o nuclear (el matrimonio y los hijos).

La tercera, el postmodernismo. Se multiplican las relaciones e intercambios. Crece prodigiosamente la información y la oferta consumista. El yo es bombardeado e invadido por la propaganda, hasta sucumbir en un estado de saturación. “A medida que avanza la saturación social —dice Gergen—, acabamos por convertirnos en pastiches, en imitaciones baratas de los demás. Es el síndrome de la multifrenia, “la escisión del individuo en una multiplicidad de investiduras de su yo”. Se desintegra la familia cápsula, aparecen las familias monoparentales, y las “ensambladas” o “reconstituidas” (del tipo “los míos, los tuyos y los nuestros”. Se quiebran los patrones de objetividad y racionalidad que afirmaba la modernidad. Impera el fenómeno del pluralismo y la multiplicidad, donde la incoherencia es norma, como en los videoclips y videogames.

¿Y cuál es el resultado? El postmodernismo nos ha llevado a una vida de temor paranoico. En estas condiciones se disuelven las coordenadas que antes creíamos firmes, se pierde la fe y se incrementa en forma alarmante la violencia, la delincuencia y el terrorismo nacional e internacional. ¿No vivimos acaso todos temerosos, amenazados y sospechando de todo y de todos? ¿No somos un poco (o muy) paranoicos?

Umberto Ecco descifra los signos de la época de esta manera: “Hay una enfermedad que se apodera de la cultura y de la política de nuestra época. Es una enfermedad de la interpretación que ha influido sobre todo, en la teología, en la política, en la vida psicológica. Su nombre es ‘síndrome de la sospecha’. Su instrumento es la detráslogía: detrás de un hecho se esconde otro más complejo y otro más y así sucesivamente hasta el infinito. La vida es interpretada como un eterno complot. Más aún, como una cadena de complots”.8

Como lo predijo Jesús hace mucho tiempo, vivimos en días de gran angustia, perplejidad ambivalente y una paranoia colectiva. Nuestros niños se identifican con “robocop” y prefieren jugar juegos de fantasía en una computadora que con un osito de peluche. La música loca y los elementos espeluznantes de la Nueva Era atrapa a los jóvenes y los adultos adoran al dios Televisión. En el proceso, hemos perdido el significado de los valores familiares, la amistad y la paz espiritual. Somos fríos, duros, insensitivos, desconfiados, despreciativos y estamos temerosos.

Pero no debiera ser así. Tenemos una alternativa. La profecía bíblica nos ha dado una pintura gráfica de los días finales. Las palabras de Jesús al respecto tienen una nota de esperanza: “Cuando estas cosas comiencen a suceder, erguíos y levantad vuestra cabeza, porque vuestra redención está cerca” (Lucas 21:28).

Ni la angustia, ni la falta de significado, ni la incertidumbre de este mundo deben agitar o conformar la actitud del cristiano, pues la profecía abre el horizonte de la promesa con el anuncio de un mundo mejor y auténticamente feliz. Esa es la respuesta cristiana a todo el terror psicológico que caracterizará los días finales de la historia.

Mario Pereyra (Ph.D., Universidad de Córdoba) practica la psicología clínica y enseña en Argentina. Es autor de varios libros y de numerosos artículos (incluso de “Historia de dos hermanos” [Diálogo 2:3] y “Esperanza, cristianismo y salud mental” [Diálogo 5:3]. Su dirección: Universidad Adventista del Plata, 25 de Mayo 99; 3103 Villa Libertador San Martín, Entre Ríos, Argentina.

Notas y referencias

1.   Ver Fyodor Dostoyevsky, Crimen y castigo, t. 1.

2.   Ver K. Horney, La personalidad neurótica de nuestro tiempo (Buenos Aires: Ed. Paidós, 1967), pp. 33, 231.

3.   Ver A. Margulis, “Los jóvenes de los 90: El engañoso juego de las apariencias”, Revista La Nación (16 de febrero, 1992), pp. 68, 100, 111, 161, 162.

4.   Ver Hermann Hesse, Demian (México: Cía. General de Ediciones, 1974), pp. 68, 100, 111, 161, 162.

5.   Ver Erich Fromm, Psicoanálisis de la sociedad contemporánea (México: Fondo de Cultura Económica, 1970), 8th ed., p. 300).

6.   Ver K. Gergen, El yo saturado (Barcelona: Ed. Paidós, 1991), pp. 63, 103, 106.

7.   Ver C. Wainerman, “La familia está cambiando”, Clarín (6 de octubre, 1994), p. 19.

8.   Ver Ferdinando Adornato, “Umberto Eco, el alquimista de nuestro tiempo”, entrevista en La Nación (30 de octubre, 1988).


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