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Dios cuidará de nosotros

El muchacho me arrebató los zapatos, con su rifle colgando del hombro. “Bonitos”, comentó, pasando la mano sobre el cuero lustrado antes de introducirlos en una vieja bolsa. Me senté pasmado, sin protestar; un estudiante universitario de Rwanda vestido de suéter y jeans, en medias. Estaba rodeado por un ejército de la milicia que me separaba de la frontera. El mes que siguió a la tarde de abril en que Aline y yo viajamos a nuestros respectivos hogares para las vacaciones de Pascua, se convirtió en una eternidad llena de horrores. “Hasta pronto”, me dijo ella cuando la dejé en Kigali, antes de continuar viaje para visitar a mis padres.

“¡Pronto!” La palabra quedó bloqueada en mi garganta. Se suponía que debía estar preparándome para los exámenes finales en la Facultad de Medicina. Habíamos planeado nuestro matrimonio para agosto. Ella iba a completar su maestría en ciencias económicas mientras yo hacía mi internado. En lugar de eso, el avión del presidente Juvenal Habyarimana fue derribado el 6 de abril de 1994. Después sobrevinieron las atroces consecuencias de la guerra, las turbas enloquecidas, el odio étnico, las matanzas y ahora estos rufianes armados, situados entre la frontera y yo.

Cuando era muchacho, las presiones étnicas habían forzado a mi madre tutsi a abandonar nuestro hogar. Mi abuela hutu trató de consolarme, procurando ayudarme a comprender la complejidad de las ideas que constituían la base de la animosidad entre los hutus y los tutsis y a animarme a vivir en paz con ambos.

Mi abuelo y sus camaradas maldecían a los asesinos tutsi quienes furtivamente entraban y asesinaban a los hutus y se jactaban de lo que les harían si los apresaban.

Yo temía por mi futuro. Sabía que era un hutu por mi padre, pero la gente decía que me parecía a mi madre. Por lo general, los tutsis son más altos, con una nariz afinada y manos y pies delgados comparados con los hutus, que son regordetes, gente bantú más musculosa. Eventualmente los problemas se resolvieron y mi madre había estado en casa durante varios años cuando esta tragedia explotó de nuevo. Se apoderó de nosotros un pánico frío cuando oíamos de las matanzas. Se sospechaba que los tutsis, junto con los que los apoyaban, eran el blanco. “Las cosas se van a calmar antes de que lleguen por aquí”, comentábamos tratando de hacernos los valientes.

¿Calma antes de la tormenta?

Pero las cosas no se calmaron. Una semana más tarde, una turba arrasó con todo a lo largo de nuestra carretera. La familia se dispersó en un estado de pánico como un molino de viento. Mis pies se arrastraban al cruzar el patio y entrar en la cocina de la choza. Instintivamente tomé la navajilla que siempre llevaba en mi bolsillo para emergencias médicas. Luego cavé con los dedos de mis manos y pies en las ásperas paredes de adobe, arañando hacia arriba, sosteniéndome como mejor podía, mientras arrancaba pedazos del reseco cordón que entretejía las piezas de bambú que formaban un cielo raso sólido.

Los gritos se oían cada vez más cerca. Mi aliento me irritaba la garganta. Como una lluvia fina, caía polvo sobre mi cabello y hombros. Finalmente, el bambú cedió. Lo coloqué nuevamente con un golpe, luchando hasta llegar a la sofocante estrechez que había bajo la techumbre de paja. Un temblor se apoderó de mí, pero me propuse colocar el bambú suelto de nuevo en su lugar. Luego, cuidadosamente, me acomodé echándome sobre el estómago. Por un momento pensé cómo sería morir y unirse con los espíritus ancestrales en ese misterioso otro mundo. Cuando era muchacho, siempre había querido ser un sacerdote católico. Luego, en la universidad, me alejé de la iglesia, confundiendo al Dios cristiano con la suprema deidad de nuestros antepasados.

“¡Traidores!” La turba abrió el portón a golpes y tres de ellos aparecieron ante mi vista, sucios, con el pelo enmarañado y harapos arrollados alrededor de la cabeza. Uno con un garrote, otro con una espada y el tercero con un machete. Mi aliento se congeló. ¡No! A pesar de las rayas de lodo blanco de la cara y las capas de los harapos que se agitaban alrededor de su cuerpo, pude reconocer fácilmente a un viejo compañero de estudios.

Continuaron con el asalto. Rompiendo madera, golpeando, gritando. Rompiendo vidrios, maldiciendo. Luego, más gritos. Mi vida se paralizó en un movimiento lento. Los hechos más horribles se sucedieron uno tras otro. Mi compañero empuñaba su machete. Los otros dos se mantenían en guardia mientras mi madre era arrastrada hacia la puerta abierta, suplicando misericordia, gritando su inocencia, orando.

Mi boca estaba reseca de silencio. Un impulso frenético me empujó a lanzarme desde mi escondite para enfrentarme a sus atacantes. Pero no pude hacerlo, permanecí rígido, con los ojos bien abiertos, viendo algo sobre lo cual no tenía ningún poder para detener. Como si no la conocieran, como si no la escucharan. ¡El machete, el garrote, la espada, mi madre! Luego mi hermana y después mi hermano.

Caí en un estado de estupor, acostado en la misma quietud como los cuerpos que yacían en el patio. Después que la turba se alejó, aún después que se hizo completamente oscuro, todavía no me había movido. Mi corazón lloraba, pedía, me gritaba que bajara y cavara un hoyo como sepultura para sus pobres cuerpos, para darles la dignidad de ser recibidos por la madre tierra. Sin embargo, mi buen sentido me mantuvo en donde estaba. Me amonestó a no moverme. No hacer nada que pudiera indicar que todavía había alguien con vida. La segunda tarde, cuando Malaquías, nuestro sirviente hutu, llegó para atender las vacas, hice un esfuerzo sobrenatural para bajar.

“¿Ricardo?” El regordete hutu quedó como congelado.

—Necesito tu ayuda. Por años he contado en que podíamos vivir como hermanos.

—¿Qué debo hacer? —La voz de Malaquías sonaba tan deprimente como las sombras que nos rodeaban.

—Tengo dos amigos. . .—La puerta de mi cuarto se abrió. Les escribí una nota. Entregándola a Malaquías, hice la pregunta que me aterraba:

—¿Y papá?

Malaquías me miró con sus ojos tristes, desesperanzados.

—¿Qué pasó?

—Hoy, en el sembrado de bananos, lo encontraron...

—¿Los de la milicia?

—No sé. Algunos dicen que los informantes de la FPR (tutsis) contraatacaron por razón de tu madre y otros.

Escapada a la seguridad

Cuando Malaquías se fue, entré a la casa y no queriendo creer lo que estaba haciendo y por qué, tomé el dinero de la familia junto con mis propios ahorros, de sus lugares de escondite. Metí un poco de ropa y algunas otras cosas en una bolsa. Después que oscureció totalmente, una motocicleta llegó estrenduosamente hasta el portón.

—Móntate. —El conductor no desperdició palabras—. Te llevaré a la prefectura de la frontera.

En la última barricada de la milicia, saludó con la cabeza hacia el otro frente. “La frontera con Tanzanía está allí nomás. Al amanecer. . .” Tomó por sentado que yo huiría del país, pero cuando llegué a una encrucijada en el camino me dirigí hacia Butare. La universidad siempre se había mantenido neutral. Yo esperaba estar seguro.

El campus parecía ser el mismo cuando llegué. Sin embargo, todo había cambiado. Ya no había intercambio entre hutus y tutsis y los que procedían de padres de ambos lados no pertenecían a ningún grupo. Al día siguiente volví a mi trabajo como asistente médico graduado, en el dispensario de estudiantes. Esa noche cayó la ciudad de Butare. “Dios cuidará de nosotros”, comentó un amigo.

—¿Cómo puedes decir eso? —le respondí—. ¿Acaso no sabes lo que está pasando?

En ese mismo momento podíamos escuchar los disparos en la ciudad.

—Esto no es obra de Dios —replicó él—. Aunque perdamos a todos y todo, yo sé que Dios algún día va a poner las cosas en orden.

La tarde siguiente llegaron los soldados al plantel, separando a los tutsis y los que ellos sospechaban eran simpatizantes de los tutsis. Los llevaron, cargamento tras cargamento, en sus camiones a lugares solitarios para su ejecución. La noche fue horrorosa. . . Yo me encontraba entre uno de los primeros cargamentos. Un compañero militar de mi primo se lanzó entre mí y los otros, y me tuvo con él durante toda la noche. Al día siguiente me escondió en el desván. Solamente la temperatura del calor abrasador del día bajo el techo de metal y el frío de la noche me mantenía consciente del tiempo que transcurría. Una terrible noche clamé en silencio al Ser Supremo, todopoderoso, que no conocía. “¡Dios! ¡Ayúdame! ¡Ayúdame a huir!” Repetí la oración una y otra vez en silencio. “¡Ayúdame a escapar!”

Al amanecer vino a mi mente el nombre de un amigo oficial. Con toda la claridad del día, me deslicé por la escalera e hice un suave golpe como señal al joven guarda. El salió en busca de mi amigo. El oficial estuvo de acuerdo en escoltarme hasta la frontera. En el camino me encontré con un compañero. “¿Has tenido noticias de Aline?”, me preguntó.

—Todavía no.

—Oh, Ricardo, mi amigo.

—¿La viste?

—Ella se encontraba entre los que estaban en la iglesia católica, al norte de Kigali. En los primeros conflictos, la gente siempre buscaba refugio en las iglesias. Esta vez. . . Un incendio alimentado por gasolina había devorado la iglesia en la cual Aline y su familia habían buscado refugio.

De algún lugar en la distancia me llegaban esas flotantes palabras: “Te veré pronto”.

Al día siguiente llegamos a la frontera. Esperé. Las horas transcurrían mientras mi amigo negociaba con los guardas de la frontera. La pandilla de jóvenes armados se reunieron a mi alrededor. Tomaron mi chaqueta. Luego mis zapatos. Todo lo que me quedó fue la bolsa con mis documentos personales.

—¡Tú! —Levanté la cabeza. Un guarda me señaló el portón—. ¡Vete!

Tomando mi bolsa, caminé en la dirección que él me señalaba. Luego empecé a correr como estaba, en medias, atravesando el portón abierto y cruzando la frontera.

—Todo mi dinero ha desaparecido.

No sabía qué decir cuando la madre de un ex compañero de escuela me invitó a quedarme con ella. Hasta ese momento, las economías de mi familia habían convencido a amigos y soldados que valía la pena. Pero ahora, ¿qué iba hacer sin dinero? Mientras meditaba en mi situación, los horribles recuerdos acudían a mi mente. “¡Yo tengo dinero, puedo pagar!” Traté de borrar esos ruegos desesperantes y cómo fueron silenciados para siempre, y cómo el dinero fue robado de sus bolsillos.

“El dinero no les ayudó”. De pronto la idea me sacudió. “Entonces, ¿por qué yo?” “¿Por qué?”

Un nuevo principio

Cuando era muchacho mi abuela y mi madre me dijeron que Dios tenía un plan para mi vida. Desde esa noche, en el desván, continué orando. Otros dos estudiantes me invitaron a ir hacia el sur con ellos. Viajamos en lancha, en bicicleta, anduvimos a pie. Finalmente encontré trabajo, de manera que pude hacer una pausa en mis andanzas. Los eventos empezaron a formar una cadena. Llegué a conocer a un amigo, me uní a un grupo que estudiaba la Biblia y empecé a asistir a la iglesia. Mi manera de pensar comenzó a cambiar. Comprendí que Dios me había dado la vida y decidí devolvérsela. En un hermoso día de sábado fui bautizado en la Iglesia Adventista.

Por la gracia de Dios, he podido reanudar mis estudios de medicina. No conozco otro manera de agradecer al Señor y a todos los que me han ayudado, sino dedicando mi vida en ayudar a otros.

Corrine Vanderwerff es una misionera y escritora independiente quien, con su esposo, está establecida en Lubumbashi, Zaire. Ella ayuda en la administración de los proyectos patrocinadores de niños REACH y dirige grupos de mujeres estudiantes de la Biblia. Esta historia es un extracto de su libro Kill Thy Neighbor (Boise, Idaho: Pacific Press Publishing Association, 1996). Su dirección es: P. O. Box 72253; Ndola; Zambia.


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