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Su mano guiadora

Al dar una mirada hacia mi pasado, a los zig zags de mi camino, sus recovecos, y luego el hallazgo de un sendero con destino, estoy profundamente agradecido al Señor por la forma cómo, a pesar de todo, él ha estado guiando mi camino paso a paso.

Nací en el altiplano boliviano, en la localidad portuaria de Guaqui, a orillas del Lago Titicaca. Mi padre se educó en un colegio católico e incluso sirvió como sacristán de la iglesia. Tenía una especie de altar con imágenes en casa y empleaba frecuentemente frases en latín.

Cuando yo era niño, era muy estudioso. Me gustaba mucho la lectura y tenía la facilidad de memorizar textos; de este modo me fue posible aprender de memoria todo el catecismo que el sacerdote nos impartía en sus clases. El quedó tan impresionado que conversó con mis padres para que realizara mis estudios en un seminario católico y me convirtiera en un sacerdote, lo que no pasó más allá de ser planes.

Después de terminar mis estudios secundarios, decidí estudiar para ser maestro. Durante aquellos años casi todos los países latinoamericanos estaban sacudidos por manifestaciones, revueltas y revoluciones. Impulsado por mi amor a la libertad y mi pasión por la justicia social, empecé a integrarme a grupos activistas donde se discutía la historia de nuestros países y se la analizaba en el contexto del marxismo-leninismo. Pronto el triunfo de la guerrilla cubana nos dio esperanzas para que pudieran realizarse cambios similares en nuestros países, si nos uníamos y actuábamos valientemente. Demás está decir que en poco tiempo mi incipiente cristianismo fue barrido rápidamente por un ateísmo militante.

Una visión vívida

Al terminar mis estudios en la Normal, obtuvimos un viaje a Cuba junto con un grupo de activistas políticos. Allí recibí una beca que me permitió realizar estudios universitarios en La Habana, donde me entregué completamente a mis estudios e investigaciones, no solamente en el campo literario sino también de las ideas políticas que eran el pan de cada día. Una noche, muy tarde, cuando ya estaba por cerrar los ojos para dormir, tuve una visión que me dejó profundamente turbado. Por unos pocos segundos pude ver a Jesús, parado en el medio de mi cuarto, con su manto rojo, mirándome de manera conmovedora. Quedé confundido. ¿Podía un ateo militante como yo contemplar a Jesús? ¿Con quién podría comentar ese hecho? ¿Qué significado podría tener para un marxista lo que vi? Decidí olvidar esa inolvidable visión.

Eventualmente retorné a mi patria, dispuesto a organizar células políticas para cambiar el status quo. Sólo una revolución profunda podría liberar a nuestro país de la pobreza, la ignorancia y la opresión. Como vivía en la frontera con el Perú, contacté grupos similares que pensaban lo mismo. Estábamos dispuestos a todo, pero no progresábamos mucho. Por esa época unas guerrillas comandadas por el legendario revolucionario Che Guevara fracasaron y él fue ejecutado en la selva boliviana, abandonado por los políticos profesionales. Quedamos tristes y desencantados. Yo me preguntaba si estaba siguiendo una ilusión en mi búsqueda de libertad y significado de la vida.

Ya para el año 1974 mis padres habían muerto y retorné a mi pueblo a pasar unas vacaciones. Me sentí solo y sin rumbo. Perdía las noches en francachelas. Pero una noche decidí no salir y busqué algo para leer. Sólo encontré una vieja Biblia a la que le faltaban algunas páginas. Empecé a leer desde el primer capítulo de Génesis y no paré hasta que llegué a la historia de la Torre de Babel. Como estudiante de lenguaje y literatura eso siempre me había parecido una leyenda infantil; pero aquella noche, no sé por qué, pensé que aquello podía ser verdad. ¿Estaría yo también desafiando a Dios?

Una voz clara

El siguiente año, mientras enseñaba en un colegio fiscal en el pueblo de Rosario, conocí al director de la escuela adventista y nos hicimos amigos. Una noche yo le pedí algo para leer, diciéndole: “Pero que no hable mucho de Dios”. Me prestó The Seventh Day, de Booton Herndon. Quedé fascinado por la profecía de los 2.300 días, la historia del Movimiento Adventista y el significado del sábado. Leí toda la noche y lo terminé en la madrugada. Al día siguiente, al entrar los primeros rayos de luz por mi ventana, empecé a escuchar voces en mi mente que conversaban conmigo, a veces coherentemente y a veces en forma confusa. Sólo al final pude comprender que eran los demonios que trataban de evitar que yo siguiera el camino de la verdad. Mis colegas se preocuparon mucho por mi caso pero no sabían como ayudarme, hasta que el 7 de septiembre me arrodillé y oré a Dios por primera vez en mi vida adulta, pidiéndole ayuda. En medio de toda esa terrible confusión, recuerdo haber escuchado una voz suave que me decía: “Debes servirme”. De pronto una paz interior inundó todo mi ser. Entonces le pregunté a un colega, hijo de un pastor protestante: “¿A qué iglesia debo asistir?” Su respuesta fue honesta: “Claudio, si esto es de Dios él te mostrará el camino”. Y precisamente eso es lo que sucedió.

En una oportunidad, yo había llevado el encargo de entregar una carta a la Misión Adventista en La Paz, la capital. Pero, se rumoreaba que la carta no había sido entregada. Como yo viajaba a La Paz, fui a la misión e inquirí por dicha carta, la que había llegado. Pregunté si allí vendían Biblias y me indicaron el local de la agencia de publicaciones. Quedé sorprendido por la cantidad de libros que había y le pedí al empleado que me recomendara uno. El me entregó un ejemplar de El conflicto de los siglos, de Elena White. Le di una rápida hojeada y llegué a un capítulo cuyo título me golpeó: “La Biblia y la Revolución Francesa”. Para alguien que estaba empapado de ideas revolucionarias, el título era intrigante. Lo compré y lo leí ávidamente, salteando algunas secciones. Cuando, emocionado, llegué al último capítulo, había decidido que sería un adventista del séptimo día.

Retorné a Rosario y le pedí al pastor de allí que me diera alguna guía para estudiar la Biblia. Saboreaba las deliciosas enseñanzas bíblicas. Cuando llegué al final, llené la página que solicitaba para ser bautizado en la Iglesia Adventista. Mi hermano se sorprendió mucho por mi decisión. El 27 de diciembre de 1975 me bauticé en las aguas del Río Mauri, cerca del lugar donde había encontrado a Dios y conocido el evangelio.

Su mano guiadora

A partir de ese momento, me alejé de toda lectura que no fuera la Biblia y los escritos de Elena White. Ni siquiera escuchaba las noticias. Sólo me interesaba comprender las Sagradas Escrituras, su mensaje, y sobre todo establecer una relación personal con Jesús. Sin embargo, tenía también que desaprender mucho de mi bagaje anterior.

En 1977, después de enseñar por 12 años en colegios fiscales, fui invitado a trabajar en nuestro Colegio Adventista de Bolivia. Ni pregunté cuánto iba a ganar. Mi deseo era obtener una mayor comprensión de Dios y quería servirle donde él me necesitara.

Durante algunos congresos educativos a los que asistí como director de la Normal Adventista, tuve la oportunidad de demostrar en círculos políticos el valor de la educación cristiana. Hasta tuve la valentía de declarar que los adventistas habían establecido escuelas rurales muchos años antes que el gobierno lo hiciera. Los maestros adventistas habían sido los actores de la auténtica liberación.

Ahora, 23 años después de mi conversión, veo cómo la mano de Dios me ha estado guiando a lo largo de toda mi vida, a pesar de mis errores y obstinación. Con el apóstol Pedro, comprendo que el gozo y la esperanza se encuentran sólo en Jesús: “...Porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:12). Mi esposa Ruth y yo tenemos un hogar cristiano, completado con un hijo: Edson Claudio, y una hija: Nidia Esther. Como director del Departamento de Educación de la Misión Adventista de Bolivia, tengo el honor de promover los valores y objetivos de la educación Cristocéntrica. Sé por experiencia que sólo se puede encontrar la verdadera y eterna libertad en Jesucristo, nuestro Libertador.

Claudio Durán Muñoz es director de educación de la Misión del Oriente Boliviano. Su dirección: Casilla 2495, Santa Cruz de la Sierra, Bolivia.


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