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El perdón: Una fórmula para empezar de nuevo

Y va a poner Dios flores en la tumba de Satanás?”

La pregunta surgió del lado del pasajero de mi automóvil. Yo conducía cuidadosamente por el camino que nos llevaba a nuestra primera sesión de deslizamiento sobre la nieve que había comenzado a caer ese mes de noviembre. Estaba atardeciendo. ¿De dónde habrá sacado ese chico semejante idea?, me preguntaba. ¿Cómo a un niño de nueve años podía ocurrírsele eso? Mi asombro se redujo un tanto cuando advertí que estábamos pasando junto a un cementerio donde la nieve que descendía había transformado las lápidas y las cruces en delicadas formas artísticas. Seguramente Miguel, que apretaba la nariz contra la ventanilla lateral tratando de desentrañar qué había más allá de las tinieblas que comenzaban a caer, estaba pensando en la cruz de madera que había quedado clavada en el fondo de casa, sobre un montículo de tierra recién dada vuelta y del tamaño de nuestra gran perra danesa.

Hacía unas pocas semanas que la tragedia se había cernido sobre nuestra familia. Nina, nuestra gran perra danesa, había muerto. Abruptamente. Sin aviso. Yo estaba volviendo del trabajo a casa. Ella corrió hasta el borde de la entrada al garage, meneándose alegremente para saludarme. Repentinamente, en medio de su balanceo, cayó como fulminada por un rayo. Mientras yo saltaba fuera de mi automóvil y me apresuraba a llegar junto a Nina, mis hijos, que habían estado jugando en el patio, quedaron horrorizados. Observaban pálidos y silenciosos, mientras yo intentaba encontrar signos de vida en ella. Pero no había movimientos vitales que emergieran de esa gigantesca jaula de costillas. Desesperado, puse mi oído sobre su tórax. Silencio.

“Está muerta, chicos”. Traté de sonar natural, esperando que así los alarmaría menos.

“No vale la pena llamar al veterinario”, agregué.

Pero aquella cruel realidad necesitaba alguna forma de sedación, algo que suavizara los ríspidos bordes de la desgracia a un tierno trío de niños de cinco, siete y nueve años. Y también para un padre de 37 años, que necesitaba amortiguar su propio dolor.

“Voy a ir al centro a comprar algunas rosas, y entonces vamos a enterrarla en el fondo de casa. Ustedes corten algunas flores silvestres”. Lo dije amablemente, dándole a cada hijo un abrazo. Luego, celebramos la ceremonia junto a la tumba.

No sé exactamente qué se dijo, pero el recuerdo de esos tres niños pequeños arremolinándose valientemente junto a la cruz de madera, cada uno apretando un ramillete de flores del campo en una mano y una rosa de tallo largo en la otra, todavía mantiene contornos emotivos en mi mente, veinte años más tarde.

Miguel es todo un hombre ahora. Está cursando su tercer año de veterinaria. Nunca perdió el interés por los animales, y yo nunca perdí el interés por su pregunta. Todavía me parece teológicamente relevante. ¿A qué clase de Dios rendimos culto? ¿Es él perdonador? ¿Es amable? ¿Pondría flores en la tumba de Satanás?

Perdón y sanidad

Esas preguntas tienen también sentido psicológico. En treinta años de práctica clínica me he convencido de que el perdón se halla en el centro del proceso de sanidad porque el perdón promueve un nuevo comienzo, tanto del perdonador como del perdonado.

En el film “El Día de la Marmota” (Groundhog Day) el actor Bill Murray hace el papel de un pronosticador del servicio meteorológico que trabaja para la televisión. Se le ha asignado cubrir las ceremonias de festejos del Día de la Marmota en el pequeño pueblo de Punxsutawney, Pennsylvania, en el que la gente del lugar observa las celebraciones, mientras Felipito, la marmota, descansa a la sombra. Parece que las cosas no andan muy bien para Bill Murray, quien se lo pasa caminando sin cesar durante todo ese día, atrapado en la torpe rutina de tener que entrevistar a la misma gente vez tras vez. Detrás de este tema cómico yace una verdad más profunda: todos necesitamos experimentar un nuevo comienzo. Y allí mismo reside el poder del perdón. Este nos ofrece la salida que un sociólogo denominó como “el predicamento de lo irreversible”. “Sin ser perdonados y liberados de las consecuencias de lo que hemos hecho, nuestra capacidad de actuar sería como si estuviera confinada a una sola acción desde la cual no podríamos recuperarnos nunca. Permaneceríamos para siempre como víctimas de las consecuencias, al igual que el aprendiz de brujo que no disponía de la fórmula mágica para romper el hechizo”. 1

En el esfuerzo de sanidad que implica la psicoterapia, se invierte mucha energía en ayudar a los pacientes a aprender a perdonar, aunque no se lo plantee en tales términos. Es que en el corazón de todo está el perdón, incluyendo el dejar que se borren las equivocaciones pasadas, propias o ajenas. Esto quiere decir descargar el exceso de equipaje, esos baúles llenos de vergüenza y culpa por causa de nuestras propias iniquidades y errores, y la amargura y el odio hacia los demás. Si tú pudieras dejar pasar las equivocaciones de los demás, se esfumarían mucha de tu amargura y mucho de tu dolor.

“Es mas fácil decirlo que hacerlo”, puedo escucharte decir con escepticismo.

“Es posible —te replicaría— pero no tanto como piensas”. De hecho, te sugeriría que, a largo plazo, no perdonar es más difícil que perdonar. Una serie de estudios ha demostrado que la amargura o el odio reprimidos son perjudiciales para la salud. La tensión crónica o la amargura comprometen el sistema inmunológico del ser humano de tal manera que lo tornan en más vulnerable a una amplia gama de enfermedades.

Bien, es posible que todavía todo esto esté resultando “difícil de vender”. Veamos cómo tú puedes aprender a perdonar más fácilmente. Al comprender el proceso del perdón más claramente estarás más dispuesto o dispuesta a perdonar.

Lo que no es perdonar

Primero, veamos qué no es el perdón. A menudo la gente confunde el perdón con otros conceptos, lo cual en ocasiones obstaculiza su plena comprensión y el avance de un proceso genuino.

El perdón no es justo. Esto les resulta difícil de aceptar a algunas personas, especialmente si son un tanto obsesivas. Ese tipo de gente anhela vivir en un mundo ordenado, puntual, limpio, seguro, y por sobre todo justo. Pero tal mundo es ilusorio. En ninguna parte, ni aún en las Escrituras, se sugiere que pueda lograrse la equidad en este planeta. Una de las esencias de la actitud de perdón es el reconocimiento de que la injusticia es parte integral de la realidad.

El perdón no es pacificación o sumisión. Es muy importante que las personas que “perdonan” por inseguridad o por temor a que no puedan vivir sin sus cónyuges abusivos, o que no puedan trabajar sin sus jefes bebedores tengan en cuenta esto.

El perdón no es necesariamente un indulto. Indultar significa que se excusa una ofensa sin castigo. El énfasis está en la eliminación de la pena. Es verdad que en ocasiones el perdón puede incluir el indulto, pero frecuentemente no es así. Los padres, por ejemplo, tienen que mantener una actitud perdonadora hacia sus hijos, no guardando resentimiento o amargura. Pero ellos no tienen que indultar, esto es, pasar por alto las consecuencias. Uno puede perdonar al hijo por dejar desordenada la sala pero debe insistir en que debe arreglar el desorden.

El perdón no requiere reconciliación. La idea de que el perdón exige reconciliación es, quizá, el más importante y ampliamente sostenido concepto equivocado. El perdón puede incluir reconciliación, pero no necesariamente siempre. En la historia de José o en la parábola del hijo pródigo, la reconciliación es el punto culminante. Pero con frecuencia, la reconciliación no es posible o deseable. En muchos casos de abuso sexual infantil, por ejemplo, el perpetrador culpable del abuso no admitirá haber dañado o perjudicado a nadie en ese trágico desvío. El perdón y la sanidad en casos como éstos con frecuencia incluyen desconexión, como ser, mudarse a otro lugar, cambiar de escuela, empezar un nuevo trabajo o empleo. Muchas veces es necesario que la víctima no quede cerca del agresor. En tales situaciones, la reconciliación no es posible porque el perpetrador no admite ninguna conducta errada, y aun cuando se produzca la confesión, no es recomendable mantenerlo físicamente próximo. La reconciliación sería como agregarle un baño a la torta del perdón: lindo si lo puedes tener, pero no siempre se lo consigue o es recomendable.

Perdón como una reelaboración

El perdón significa desconectarse de la vergüenza, la turbación, el ridículo y la humillación de las fallas o fracasos pasados. También significa desconectarse de las fantasías de venganza y desquite contra los que previamente te han hecho daño, canalizando la energía de ese mismo enojo en nuevos proyectos para llevar a cabo con otra gente.

“Todo eso está muy bien — te oigo decir— ¿pero cómo se puede hacer eso?”

La respuesta es asombrosamente simple: debes reencuadrar toda la situación. En ese caso, reencuadrar o reelaborar sería poder ver lo mismo que has estado mirando pero bajo una nueva luz. La popular novela de Mark Twain, Las aventuras de Tom Sawyer, bien podría ayudar a ilustrar esta idea. Recuerda el incidente en que la tía Polly sorprendió a Tom cierta noche husmeando por una ventana a una hora bien avanzada. La tía decidió castigarlo transformando el siguiente sábado libre de Tom en una rigurosa jornada “laboral”. Tom debía blanquear el cerco exterior de la casa durante las horas de todo ese día. En vano Tom intentó persuadir a alguno de sus amigos para que lo ayudara. Se quedó pensando en toda la diversión que tenía planeada para ese mismo día y lo bien que lo iban a pasar sus amigos. Se perdería todo aquello por tener que trabajar en ese cerco. Pero no podía cambiar la situación. Entonces decidió cambiar sus tácticas y reconceptualizar el cumplimiento de su deber a fin de hacer frente con éxito al próximo encuentro con sus amigos. Tomó la brocha y se dirigió tranquilamente hacia su trabajo. El relato sigue así:

Tom contemplaba la última capa de pintura un poco apartado, inclinando la cabeza para tomar perspectiva, valorándola con ojos de artista. Luego dio con la brocha otra pasada más ligera y examinó el resultado con la atención de antes. Ben se puso a su lado. A Tom se le hacía la boca agua pensando en la manzana, pero siguió impasible su trabajo. Ben dijo:

—Bueno, chico, con que tienes trabajo, ¿eh?

—¡Ah, eres tú! No te había visto...

—Oye, voy a bañarme. Te gustaría venir, ¿eh? Pero, claro, no puedes dejar tu trabajo, ¿verdad que no?...

Tom le miró unos instantes y dijo:

—¿A qué llamas tú trabajar?

—¿Cómo? Pues ¿qué es lo que haces, si no?

Tom siguió pintando y replicó, como quien no quiere la cosa:

—Puede que lo sea y puede que no... Sólo sé que a mí me gusta...

—¡Vamos, hombre! No irás a decir que esto te gusta...

La brocha seguía moviéndose.

—¿Gustarme? No sé por qué no puede gustarme. ¿Es que le permiten a uno blanquear vallas todos los días?

Eso daba un nuevo giro al asunto. Ben hasta se olvidó de mordisquear la manzana. Tom manejaba la brocha con gran esmero, retrocedía unos pasos para contemplar el efecto, añadía otro toquecito aquí y allá, y nuevamente observaba el resultado con mirada crítica. Ben seguía sus movimientos cada vez más interesado y absorto. Finalmente no pudo más y dijo:

—Tom, déjame hacerlo a mí... 2

El reencuadre producido por Tom Sawyer en esta anécdota ilustra cómo la reelaboración de toda la situación se constituyó en un proceso que le permitió escapar creativamente del confinamiento al que lo había condenado el castigo de la tía Polly. Este proceso le ayudó a Tom a transformar el trabajo en juego y el castigo en ganancia. El reencuadramiento conceptual nos permite escapar del confinamiento de los dilemas dicotómicos trasladándonos a soluciones de un orden superior. No necesitamos atascarnos en la ilusión de que debemos elegir una de dos posibilidades: trabajo o juego, verdad o error, pensamiento o conducta, libertad o determinismo. Demasiado frecuentemente fracasamos al no reenmarcar la situación y buscar creativamente soluciones de un orden más elevado. El reencuadramiento crea tales posibilidades.

Jesús y el reencuadramiento

El perdón es la esencia del reencuadramiento no sólo de dilemas morales, sino de la vida misma. Jesús con frecuencia empleó la reconceptualización para escapar de las trampas dicotómicas que le tendían los fariseos. Consideremos, por ejemplo, el caso de la mujer sorprendida en adulterio. Los fariseos la llevaron ante Jesús y plantearon los cargos: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo del adulterio. Y en la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices?” ( Juan 8:4, 5)

Los acusadores le habían preparado una trampa binaria a Jesús: ¿Es ella culpable o inocente? ¿La debemos apedrear o desobedecemos a Moisés? Pero Jesús “reencuadró” esta situación a fin de trasladar toda la situación a un nivel más elevado. El reencuadramiento tomó dos direcciones. Primero, Jesús trasladó la comunicación verbal, en la que se había originado el encuentro, a la comunicación escrita, en la arena. Pero aun más profunda fue la segunda dirección que escogió. Jesús les dijo a los fariseos: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella” (Juan 8:7). De esta manera Jesús ágilmente reencuadró la discusión llevándola a un nivel más alto: ¿Quién es perfecto? ¿Quién está preparado para tirar la primera piedra?

Veamos otra ilustración de cómo Jesús reenmarcó en forma creativa las dicotomías terminales de los fariseos. Cuando un abogado le preguntó a Jesús qué debía hacer para heredar la vida eterna, Jesús lo dirigió hacia lo que dice la Escritura: Ama a Dios y ama a tu prójimo como a ti mismo. El abogado fingió perplejidad, como si él no pudiera determinar precisamente quién era su vecino. Jesús entonces trasladó la discusión a un nivel superior y narró la parábola del buen samaritano, enfocándola en la ayuda a los que padecen necesidad. Y desafió a su provocador: “¿Quién de estos tres [el levita, el sacerdote, el samaritano] te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones?” (Lucas 10:36). Jesús usó el recurso del reencuadramiento para ayudar al abogado a arribar a la respuesta correcta a su pregunta sobre la vida eterna. Al mismo tiempo, expuso la hipocresía de la jerarquía religiosa y cortó por el medio el nacionalismo, el racismo y otras limitaciones causadas por el exclusivismo que divide a los hijos de Dios.

De manera que el nuevo marco de referencia ayuda a cambiar una situación para pasar del peligro a la posibilidad. Y eso, en ninguna parte funciona tan bien como en el área del perdón.

Perdonando a Mugsy

Mugsy nunca fue un mal perro. No es culpable de las ofensas comunes a cualquier perro. No arruina el jardín, no persigue al gato ni se pelea con mi ovejero alemán. No muerde y siempre se queda de su lado de la calle. Es amigable y ama a los niños. Sin embargo, Mugsy tiene un defecto. Ladra. Esta no es una conducta extraña en los perros, pero Musgy ladra innecesariamente, incesantemente, por lo menos eso me parecía a mí.

Me había ido a vivir al campo para huir del ruido de la ciudad. Todo me parecía perfecto. Al anochecer, era raro que algún vehículo pasara frente a nuestra casa, y el más mínimo movimiento en el patio era suficiente motivo para que Mugsy se pusiera a ladrar por veinte minutos sin respirar. Mugsy posee una gran sensitividad y una amplia variedad de estímulos inocuos que aparentemente enervan sus cuerdas vocales, tales como movimientos, ruidos, sombras, figuras familiares como la del distribuidor de los diarios de la tarde o la mía propia, tratando de ir a retirarlos del buzón. Confieso que yo había llegado a imaginar una cirugía de las cuerdas vocales de Mugsy a larga distancia —algo así como por láser vía radio-control. Pero Miguel me aseguró que aun en la Escuela de Veterinaria, de alto nivel tecnológico, nunca había oído nada acerca de algo parecido a un equipo que sea capaz de hacerle una cirugía a un perro sin que este esté presente o sin el consentimiento de su dueño. No habría, pues, cordectomía vocal. El equipo de ladrido de Mugsy permanecería intacto.

¿Pero cuál es el propósito de este relato? Es el siguiente: yo aprendí a perdonar a Mugsy por sus ladridos y ello hizo una maravillosa diferencia en mi percepción personal de la tranquilidad.

El cambio sobrevino así. Una tarde, mientras trataba de eludir los atentos ojos de Mugsy, pensé que había obtenido el éxito en mi intento de retirar cuidadosa y hasta subrepticiamente el diario del buzón, en un momento en que ni un solo sonido malograba la serenidad de aquel atardecer. Pero cuando regresaba de mi objetivo y comenzaba a caminar en puntas de pie para llegar a hurtadillas de vuelta hacia mi casa, allí mismo comenzaron...sus ladridos y mi fastidio. Pero fue en ese momento cuando, repentinamente, de alguna manera, un nuevo pensamiento se apoderó de mi mente: ¡Mugsy es el mejor sistema de alarma contra robos en todo el vecindario! Nadie que camine alguna vez por la entrada del garage de mi casa o entre en mi patio, jamás podrá pasar inadvertido sin que sea detectado por Mugsy, estratégicamente ubicado en las cercanías. Esto puso todo el tema bajo una nueva luz, que reenmarcó al buen Mugsy. Antes, yo había tenido alguna preocupación sobre tales cosas, especialmente cuando pedaleando en mi bicicleta pasaba frente a residencias que de manera prominente exhibían carteles que lacónicamente prevenían: “Protegido por Seguridad Central”, o “Vigilancia las Veinticuatro Horas”. Nunca había contratado tales servicios, pero últimamente había estado pensando acerca de esos recursos. Y ahora, de pronto, me descubrí sonriéndole y susurrándole a Mugsy: “¡Vamos, muchacho!” No necesitaba un sistema de seguridad de diez mil dólares. Disponía de un sistema mucho más eficiente por lejos. ¡Yo tenía a Mugsy!

Mientras subía lentamente por la entrada principal, acompañado a cada paso por la “música” de Mugsy, me extasiaba con el pensamiento de mi sistema de seguridad muy superior. Mugsy era mucho mejor que las cámaras de video detectoras de movimientos o las luces intermitentes. Había encontrado el sistema de seguridad más preciso y sensible al que alguien pueda aspirar ¡y gratis!

Mirándolo bajo una nueva luz o al reconceptualizarlo, Mugsy de pronto se convirtió en mi amigo. No más planes sobre complejas e hipotéticas cirugías láser, no más deseos de que Mugsy cruzara justo frente a un camión transportando cemento, no más ideas de que sus dueños se olvidaran de darle la medicina para los parásitos del corazón... En ese preciso momento, en medio de la oscuridad, a la entrada de mi casa, perdoné a Mugsy. Y no fue un acto de dramático tascamiento de dientes o estrechamiento de vísceras en tensa expresión de mi fuerza de voluntad. Fue fácil, tan fácil como el reencuadramiento.

Y espero que al entrar al nuevo milenio, el perdón, por medio de la reconceptualización, pueda facilitarte nuevos y promisorios comienzos. Espero que pienses en Nina, mi gran perra danesa y releas Tom Saywer. Espero que tengas una nueva perspectiva de cuán frecuentemente Jesús reencuadró las situaciones. Y de tanto en tanto, cuando oigas a un perro ladrar a la distancia en medio de la oscuridad de la noche, acuérdate de Mugsy.

John Berecz, (Ph.D., Indiana University) enseña psicología en la Universidad Andrews y es autor de cuatro libros: Tourette Syndrome, Sexual Styles, All the Presidents’ Women, y Beyond Shame and Pain (que fue reseñado en este número). Su dirección postal es: Andrews University, Berrien Springs, MI 49104, E.U.A. Email: berecz@juno.com

Notas y referencias

1.   Hannah Arendt: The Human Condition (Chicago: The University of Chicago Press, 1958) p. 237.

2.   Mark Twain: Las aventuras de Tom Saywer (Madrid: Ediciones Gaviota, 1996) p. 21.


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