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No todo está a la venta: Una perspectiva bíblica de la economía

El muchacho, de 12 años, parece uno de cuatro o cinco. Demacrado, con los ojos hundidos y el estómago prominente, apenas puede arrastrarse en las arenas del sureste de Sudán. Centenares de personas se encuentran en fila a la puerta de un negocio en Rusia, esperando una hogaza de pan o un trozo de carne. En el Congo, una vez rico en minerales y riquezas naturales, ahora devastado por la guerra, veintenas de personas mueren de hambre diariamente. Los noticieros de la tarde informan en Estados Unidos acerca del descubrimiento de una píldora que puede quemar la grasa y mantener la esbeltez de la gente, proporcionando una cura para los estragos de la abundancia.

Cada continente, cada país, en realidad cada comunidad, lleva en sí misma el sube y baja de la abundancia y la pobreza, la paradoja del fracaso en medio del éxito. El equilibrio económico continúa siendo una ilusión inalcanzable.

¿Se debe esto a que vivimos en un mundo con una sed insaciable de adquisiciones? ¿O es porque las naciones invierten una cantidad sustancial de tiempo, dinero y recursos para mejorar la productividad económica y competir en el mercado internacional, sin detenerse a pensar en mejorar no sólo el nivel de vida propio sino también el de los demás? ¿O es a causa de que el concepto de la aldea global ha reducido la comunidad humana a la integración internacional de los sistemas económicos, financieros y de comunicaciones, sin equilibrarlos con el concepto de la compasión global y el de compartir?

Las fuerzas que motivan y dan forma a los países son similares a las que impulsan a las personas. El éxito individual, en su mayor parte, se define en términos de posesiones materiales y el valor de los bienes personales propios. Como cristianos también nos encontramos en medio de estas poderosas fuerzas del mercado. Podemos flotar con la corriente o elevarnos sobre ella. Para buscar una respuesta apropiada a estos impulsos económicos, al parecer invencibles, debemos dirigirnos a las páginas de las Escrituras donde encontraremos algunos principios básicos para vivir como mayordomos de Dios.

Primero, comenzaremos con el informe de la creación con el fin de descubrir el plan original de Dios para la humanidad, y ver cómo los sistemas de la tierra debían funcionar y relacionarse entre sí. Segundo, consideraremos los efectos de la caída y cómo afectó ésta esas relaciones. Tercero, veremos cómo la intervención divina intentó restaurar cierto equilibrio en un sistema distorsionado por el pecado. Por último, consideraremos cómo nuestras decisiones dan forma al resultado final en el caso de cada uno de nosotros como individuos.

El plan original

El libro del Génesis no es ambiguo en lo que respecta a la forma en que el mundo llegó a la existencia. “En el principio creó Dios los cielos y la tierra” (Génesis 1:1). Dentro del orden de la creación, Dios estableció cierta jerarquía y un conjunto definido de relaciones. En la cumbre del orden creado están los seres humanos, creados a la imagen de Dios (v. 27), y dotados de una relación especial con Dios que se mantiene mediante la comunión y la obediencia (Génesis 2:17). La segunda relación es la que existe entre el hombre y la mujer, ligando a la raza humana en una unión amante y de colaboración (Génesis 2:22, 23). La tercera relación es la que hay entre Dios y el resto del orden creado. Por último, existe la relación entre los seres humanos y el resto de la creación. La tierra les provee el sustento y a los seres humanos se les da el dominio sobre la tierra. Este equilibrio cósmico depende de una prueba crucial de lealtad de parte de la raza humana. Al concluir la creación, “vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera” (Génesis 1:31).

En el modelo de economía del Jardín del Edén, Dios proveía lo necesario para la supervivencia y el bienestar. “De todo árbol del huerto podrás comer” (Génesis 2:16). La respuesta humana había de ser de confianza y de obediencia, de trabajo y preocupación por su hábitat (Génesis 1:26; 2:15). Su obediencia fue puesta a prueba cuando se les ordenó que se abstuvieran de comer del árbol del conocimiento del bien y del mal (Génesis 2:17).

La caída

La elección que hicieron Adán y Eva de desobedecer a Dios afectó todas las relaciones. Los seres humanos quedaron alienados de Dios y se escondieron (Génesis 3:8). Adán, quien había considerado con delicia a su compañera, “hueso de mis huesos y carne de mi carne”, la acusó de conducirlo a la transgresión (v. 12). La mujer culpó a la serpiente. Como resultado, Dios maldijo el suelo que les daría el sustento y las demás cosas necesarias sólo mediante el sudor y el esfuerzo arduo (Génesis 3:13, 17-19).

La atracción del materialismo comenzó después de la caída. Génesis 3:7 nos informa que “fueron abiertos los ojos de ambos y conocieron que estaban desnudos. Entonces cosieron hojas de higuera, y se hicieron delantales” (Génesis 3:7). Adán y Eva comenzaron a buscar seguridad en sus propias decisiones, haciendo cosas en lugar de confiar en Dios para atender a sus necesidades, incluyendo la ropa para cubrirse. Aquí vemos el comienzo de un sistema económico que comenzaba a desarrollarse, en el cual los seres humanos buscaban la autonomía y la autosuficiencia bajo la influencia de Satanás aun sin saberlo. De este modo los esfuerzos humanos llegaron a ser esenciales para satisfacer las necesidades básicas. Aun así, Dios mostró a Adán y Eva que él podría proveer cosas mejores que las que ellos podían conseguir. “Y Jehová Dios hizo al hombre y a su mujer túnicas de pieles, y los vistió” (Génesis 3:21).

El análisis económico se concentra en cómo interactúan los seres humanos entre sí y con el ambiente físico para satisfacer sus deseos materiales. No reconoce ninguna otra fuerza en acción, aunque las Escrituras indican que las fuerzas sobrenaturales también influyen sobre las empresas humanas. Este reconocimiento ofrece a los cristianos una perspectiva diferente de las fuerzas que están en juego y nos enseña cómo relacionarnos con nuestro ambiente económico y las fuerzas del mercado. Desde el principio, el enemigo ha usado las actividades económicas y la búsqueda del bienestar material para proporcionar un falso sentido de seguridad. Sin duda, ésta es una de las maneras más efectivas de distraer a las masas a fin de que no busquen la riqueza verdadera. Por lo tanto, no es pura coincidencia que, a través de las naciones y las comunidades, la respuesta al mensaje del evangelio pareciera estar relacionada en forma inversa al nivel de prosperidad de las naciones y comunidades.

Este sistema económico, en el que todos participamos, es parte del drama que comenzó junto al árbol del conocimiento del bien y del mal. Debemos elegir de qué lado del drama queremos estar. Como dijo Elena White: “Debemos estar inevitablemente bajo el dominio del uno o del otro de los dos grandes poderes que están contendiendo por la supremacía del mundo... A menos que estemos vitalmente relacionados con Dios, no podremos resistir los efectos profanos del amor propio, de la complacencia propia y de la tentación a pecar”.1 La vida en este planeta fue casi eliminada cuando la humanidad retiró sus ojos del Creador para concentrarse en el placer y el poder mundanos. A medida que pasó el tiempo, los seres humanos se desviaron cada vez más del plan original y “vio Jehová que la maldad de los hombres era mucha en la tierra” (Génesis 6:5).

La caída y el diluvio alteraron el equilibrio entre los seres humanos y el resto de la creación, y la vida se convirtió en vulnerable a las vicisitudes de la naturaleza. El materialismo, acompañado por la codicia y la ambición por ganar riquezas personales, definieron los contornos de la vida humana. En vez de labrar el suelo y ejercer el dominio sobre la tierra para el bien de la comunidad y la gloria de Dios, las actividades económicas humanas se concentraron en la glorificación propia. Pero Dios no deseaba que la humanidad siguiera este camino de autodestrucción. Puso delante de la raza humana el enfoque económico ideal mediante dos grandes eventos: la elección de Israel y la encarnación de Jesús.

La economía política en el antiguo Israel

Dios llamó al antiguo Israel para ser una nación que sirviera como luz para el mundo. Le dio a Israel un modelo económico que no encontramos regularmente en una economía de mercado puramente secular. Introdujo los eslabones del equilibrio original en el modelo de la creación. Primero, Dios fue reconocido, otra vez, como el proveedor de la tierra y las fuerzas para obtener las riquezas (Levítico 25:23; Deuteronomio 8:18). Segundo, el sistema del diezmo, de los sacrificios y de las ofrendas voluntarias llegó a ser la avenida para la respuesta humana a la benevolencia de Dios y el reconocimiento humano de su total dependencia de él. Tercero, el principio de las obligaciones mutuas, representado por el año sabático (el séptimo) y también el año del jubileo, en los que los siervos hebreos eran liberados y la propiedad retornaba a su dueño original, enfatizaban la relación correcta entre los seres humanos y de éstos con el ambiente natural (Levítico 25:1-4; Deuteronomio 15:12-15; 25:13-15). Estas provisiones también satisfacían el problema de la integridad en los negocios y la falta de igualdad económica. Hacían recordar a los israelitas que Dios es el dueño último de todas las cosas y que su pueblo es sólo mayordomo de ellas.

La filosofía económica del Pentateuco (Levítico 19:13, 35; 25:22, 37; Deuteronomio 23:24, 25) se basa en la justicia económica y la compasión hacia los que pasan necesidad. A través de todo el Antiguo Testamento los profetas reprenden al pueblo de Israel por la opresión de los pobres, por tener “balanza falsa y bolsa de pesas engañosas” y lo animan a “hacer justicia, y amar misericordia, y humillarte ante tu Dios” (Miqueas 6:8-11). La infidelidad en la devolución de los diezmos y las ofrendas era considerada como un robo a Dios (Malaquías 3:8, 9).

Sin embargo, las reformas económicas que Dios procuraba producir no se materializaron debido a la codicia y el desprecio por sus consejos. Fue en este contexto socio-económico que se presentaron las enseñanzas de Jesús.

La economía de Jesús

Aunque el marco para restaurar el equilibrio había sido puesto en su lugar hacía unos dos mil años, cuando apareció Jesús en escena, el sistema estaba arruinado y apenas reflejaba el diseño original. Aun el atrio del templo de Jerusalén, que debía considerarse un lugar sagrado, se había transformado en un mercado. En su discurso más importante de comienzos de su ministerio público, Jesús habló en forma categórica sobre asuntos económicos: “No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín [moho] corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón” (Mateo 6:19-21).

Cristo animó a sus oyentes a no preocuparse exageradamente por sus necesidades terrenales. Señaló cómo su Padre atendía el resto de la creación, y les aseguró que ellos eran aún más importantes. En sus encuentros con la gente y en sus parábolas, Jesús continuó enfatizando los peligros de estar preocupados por las posesiones terrenales. Como observó Richard Foster: “Jesús habló acerca del dinero con más frecuencia que de cualquier otro tema, excepto el reino de Dios”.2 Cuando el joven rico rechazó el llamado a vender sus posesiones, a darlas a los pobres y a seguirlo, Jesús les dijo a sus discípulos cuán difícil es para un rico entrar en el reino de los cielos (Mateo 19:21-24). La parábola del rico y Lázaro también nos recuerda las consecuencias eternas de ignorar las necesidades de nuestros prójimos y consagrar nuestros recursos a la gratificación propia (Lucas 16:19-31). El consejo económico máximo que Jesús quería transmitir era: “Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas” (Mateo 6:33).

Cada uno de nosotros debe afrontar la elección de si servirá a Dios o a las posesiones materiales. De acuerdo con Jesús, no podemos hacer ambas cosas a la vez (Lucas 16:13). El libro del Apocalipsis nos dice que nuestra lealtad a Dios será probada por un embargo económico impuesto sobre los que se mantienen fieles a Dios. “Y [el enemigo] hacía que a todos, pequeños y grandes, ricos y pobres, libres y esclavos, se les pusiese una marca en la mano derecha, o en la frente; y que ninguno pudiese comprar ni vender, sino el que tuviese la marca o el nombre de la bestia, o el número de su nombre” (Apocalipsis 13:16, 17). El que nos mantengamos fieles a Dios dependerá en gran medida de nuestra disposición a desprendernos de las posesiones materiales.

Advertimos esto en la manera en que Satanás tentó a Jesús con posesiones terrenales durante su encuentro en el desierto. “Otra vez le llevó el diablo a un monte muy alto y le mostró todos los reinos del mundo y la gloria de ellos, y le dijo: ‘Todo esto te daré, si postrado me adorares”. Entonces Jesús le dijo: “Vete, Satanás, porque escrito está: Al Señor tu Dios adorarás y a él sólo a servirás” (Mateo 4:8-10). No hay duda alguna de que la seducción de las riquezas es una de las armas más poderosas y efectivas en el arsenal del diablo para atraparnos, la que muchos consideran inofensiva, pero que la hace aún más mortal. El consejo de Jesús de poner el servicio a Dios por sobre toda otra consideración es nuestro modelo y el camino seguro para afrontar todo lo que el diablo arrojará contra nosotros. No podemos atrevernos a permitirle que disminuya nuestra visión con una deslumbrante exhibición de artefactos fantásticos que llegan a ser obsoletos de la noche a la mañana, dejándonos siempre corriendo tras un sueño elusivo.

El resultado final

La economía se ocupa en elegir cómo satisfacer mejor nuestros deseos materiales dentro de un horizonte temporal limitado. Pero Jesús dijo: “¿Qué aprovechará al hombre si ganare todo el mundo y perdiere su alma?” (Mateo 16:26). La Biblia evalúa nuestras elecciones dentro del marco de la eternidad. Las profecías bíblicas indican que estamos avanzando rápidamente hacia el fin de la historia de esta tierra. En ese día, Dios destruirá a todos los que han hecho del mundo su todo, junto con todo lo que ellos atesoraron en él. Pero hay una tierra nueva que será la herencia de todos aquellos de los cuales el mundo no era digno (Hebreos 11:38). Si mantenemos enfocados nuestros ojos en las realidades eternas, la insensatez de preferir los bienes de este mundo por los gozos que esperan a los redimidos será obvia. Entretanto, no podemos darnos el lujo de perder de vista algunos principios económicos vitales de la Biblia.

Principios bíblicos generales

1. Dios creó el mundo para atender nuestras necesidades físicas y las de aquellos que nos rodean. En ninguna parte de la Biblia se condena la abundancia por sí misma. En realidad, la Biblia cuenta de una cantidad de hombres piadosos a quienes Dios bendijo con riquezas, tales como Job, Abrahán y David, ninguno de los cuales se corrompió con las riquezas. A los cristianos que son bendecidos de la misma manera, el apóstol Pablo les da el siguiente consejo: “A los ricos de este mundo manda que no sean altivos ni pongan la esperanza en las riquezas, las cuales son inciertas, sino en el Dios vivo, que nos da todas las cosas en abundancia para que las disfrutemos. Que hagan bien, que sean ricos en buenas obras, dadivosos, generosos; atesorando para sí buen fundamento para lo por venir, que echen mano de la vida eterna” (1 Timoteo 6:17-19).

2. La preocupación por las posesiones terrenales es una trampa que pone el enemigo para distraernos de las verdaderas riquezas. Otra vez Pablo comparte la siguiente percepción: “Porque los que quieren enriquecerse caen en tentación y lazo, y en muchas codicias necias y dañosas, que hunden a los hombres en destrucción y perdición, porque raíz de todos los males es el amor al dinero, el cual codiciando algunos, se extraviaron de la fe, y fueron traspasados de muchos dolores” (1 Timoteo 6:9, 10). Dada la obsesión corriente que encontramos en todo el globo por el éxito material, y el hecho de que Satanás sabe que su tiempo es corto, debemos estar en guardia y evitar ser enredados en esta búsqueda altamente seductora.

3. La Biblia no nos impide ocuparnos de actividades económicas seculares mientras sea una ocupación honorable y nuestras relaciones sean honestas. Muchas personas que prestaron apoyo financiero y material a los primeros cristianos eran hombres y mujeres negociantes prósperos y artesanos de talento. La lista incluye a Aquila y Priscila, que hacían tiendas en Corinto (Hechos 18:2, 3), y Lidia, “vendedora de púrpura, de la ciudad de Tiatira” (Hechos 16:14). Otro hombre rico, José de Arimatea, tomó sobre sí la responsabilidad de asegurar una sepultura digna para el Salvador, a quien él había decidido seguir. Sin duda son muchos los creyentes en nuestros días que han dado con sacrificio para el progreso del reino de Dios en este planeta, y todos nosotros podemos participar también, sin importar los medios que estén a nuestra disposición. ¡Recordemos la viuda y sus dos blancas!

4. Deberíamos cultivar la sencillez. “El que confía en sus riquezas caerá, mas los justos reverdecerán como las ramas” (Proverbios 11:28). Las riquezas a menudo son bendiciones temporarias que se pueden perder en un momento. Pablo aconsejó a los miembros de la iglesia de Filipos: “Nada hagáis por contienda o vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo” (Filipenses 2:3). Se nos llama a ser la luz y la sal de la tierra, y nuestra tarea es alumbrar donde hay oscuridad y dar sabor donde la vida ha perdido todo sentido.

Leonard K. Gashugi (Ph.D., Boston University), preside el Departamento de Contabilidad, Economía y Finanzas de la Escuela de Administración en la Universidad Andrews. Su dirección es: Andrews University; Berrien Springs, Michigan, 49104, E.U.A. E-mail: gashugi@andrews.edu

Notas y referencias:

* Todas las citas bíblicas fueron tomadas de la versión Reina-Valera revisada, 1960.

1.   Elena White: El Deseado de todas las gentes (Mountain View, Calif.: Publicaciones Interamericanas, 1955), p. 291.

2.   Richard J. Foster: The Challenge of the Disciplined Life (Nueva York: Harper Collins Publishers, 1985), p. 19.


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