Buscando mis raíces encontré al Mesías

Me podría dar un Antiguo Testamento?

—Haré lo posible por conseguirte uno —me contestó el pastor anglicano—, pero el Antiguo Testamento no viene solo. Se lo consigue junto con el Nuevo Testamento.

Yo no quería ni tocar el Nuevo Testamento. Ese era el libro de los cristianos, los atormentadores de los judíos a través de la historia. ¡A los judíos como yo!

Unas semanas antes alguien me había dado La fe de nuestros padres, de Merlin Neff. Como estaba aburrido y tenía poco para hacer comencé a leerlo. Pronto se despertó mi curiosidad. De hecho, el autor decía algunas cosas de los judíos, pero por primera vez me encontré con un autor que hablaba de los judíos con respeto. Ninguna mención sobre los asesinos de Cristo. Ninguna maldición pendiendo sobre los judíos. El autor destacaba lo mucho que el cristianismo le debía a los judíos y al Antiguo Testamento.

El libro de Neff creó en mí un deseo intenso de conocer mis propias raíces en el Antiguo Testamento, de descubrir por mí mismo en qué consistía la fe de mis antepasados. Ansiosamente aguardé que el pastor cumpliera su promesa.

Una razón para odiar

Como había nacido en un hogar judío, tenía multitud de razones para odiar a los cristianos. Más de una vez deseé incendiar una o dos iglesias cristianas si me hubiera sido posible, por todas las cosas abominables que los cristianos les habían hecho a los judíos desde el año 70 d. de C., cuando el templo de Jerusalén fue destruido y los judíos fueron esparcidos por todo el Imperio Romano. El grupo étnico judío al que pertenezco escapó a la Península Ibérica. Las cosas iban tan mal para los nuestros hasta que los cristianos asumieron el poder. Con ellos sobrevino el acoso y la persecución interminable.

El año 1492 fue testigo de una nueva ola de persecución. Los judíos que rehusaron convertirse al cristianismo fueron expulsados de sus hogares, después de ser despojados de su dinero y propiedades. Ningún país “cristiano” los recibiría. El único lugar que los acogió bien fue el Imperio Otomano y los que huyeron a Turquía prosperaron y crecieron.

Cuando alboreaba el siglo XX muchos judíos españoles (sefardíes), como los miembros de nuestra familia, comenzaron a emigrar a diferentes partes del mundo. Algunos se desplazaron hacia el continente americano, mientras que otros fueron a Rhodesia (ahora Zimbabwe) y el Congo Belga (la actual República Democrática del Congo). Mis padres se mudaron a la isla de Rodas, muy cerca de la costa de Turquía, la que a la sazón pertenecía a Italia.

Yo nací en Rodas. Mi educación formal se inició en una escuela hebrea. Me encantaba ir a la sinagoga. El sábado era el mejor día de la semana para nuestra familia, y sabíamos cómo celebrarlo. Mi vida era feliz y teníamos un amplio horizonte delante de nosotros. Pero entonces escuchamos el sonido del trueno lejano, trayendo consigo lo peor que pudo pasarle a un judío. Hitler llegó al poder y el Holocausto asomó su pavorosa cabeza. Hasta que ni siquiera en nuestro ghetto judío (vecindario étnico) podíamos protegernos de manos malvadas y tuvimos que huir de Rodas.

De la noche a la mañana nos convertimos en desterrados. ¿A dónde podríamos ir? ¿Quién nos dejaría entrar? Afortunadamente teníamos unos parientes en el Congo Belga. Mi padre salió primero, sobornando para poder huir. En cuanto se estableció quiso que nos reuniéramos con él. No fue tarea fácil conseguir los documentos para mi madre y los cinco hijos. Con la mirada fija de Buchenwald y Beergen-Belsen sobre nosotros, el soborno fue una vez más la única manera de salir. La codicia humana puede abrir puertas tan rápidamente como cerrarlas. Tan pronto como pudimos, salimos de Rodas para reunirnos con nuestro padre.

Elisabethville (ahora Lubumbashi) en el Congo Belga fue nuestro hogar por casi dos años. Nos mudamos nuevamente, esta vez a Rhodesia del Norte (actualmente Zambia). Allí aprendí el inglés.

Un año antes que la guerra terminara completé mi noveno grado en la escuela. Para poder continuar mis estudios tenía que trasladarme como pupilo a una escuela con internado en Sudáfrica, pero las limitadas finanzas familiares descartaron esa opción. De manera que entré como aprendiz en la Refinería de Cobre de Zambia, que estaba en otra ciudad. Echaba de menos mi hogar y tenía que viajar “a dedo” las 35 millas que me separaban de mi casa cada fin de semana. Fue en uno de esos felices viajes que me encontré con el pastor anglicano.

Descubriendo mis raíces

Bien, el pastor anglicano cumplió su promesa, aunque parcialmente. Como no pudo encontrar un Antiguo Testamento solo, me dio una Biblia completa. “No importa —me dije—, me circunscribiré estrictamente a la sección del Antiguo Testamento. Ni siquiera voy a espiar el Nuevo Testamento que está lleno de mentiras”.

Allí comenzó mi jornada de regreso hacia mis raíces. La lectura del Génesis me resultó fascinante. Aunque reverenciábamos la Torá nunca la leíamos en casa. En Zambia habíamos dejado de observar el sábado. A veces íbamos a la sinagoga los viernes de noche para la iniciación del sábado y también respetábamos las grandes festividades; pero no era lo mismo que cuando vivíamos en Rodas. Allí teníamos una comunidad con vínculos muy estrechos y la religión nos mantenía muy unidos.

Ahora, solo en mi cuarto, lejos de mi hogar, pasaba mucho tiempo con mi tesoro recién descubierto. La historia de la creación, el origen del sábado, el significado del pacto, todo cobraba frescura en mi mente. Los patriarcas y los profetas, los salmos y los proverbios, los héroes y los villanos del Antiguo Testamento estaban allí, vivos delante de mí. Un hilo común parecía extenderse a través de todo el Antiguo Testamento: la esperanza del Mesías. Y en esa esperanza encontré mis raíces. Mi alma hambrienta encontró allí alimento nutritivo.

Entonces, un buen día, un aviso en el periódico local cautivó mi atención. Era un curso bíblico gratuito ofrecido por La Voz de la Profecía. Mandé la solicitud a mi nombre. Las lecciones cautivaron mi interés. El estudio sobre el sábado encontró inmediata respuesta en mi corazón. Después de todo, un judío debía saber que el sábado era el descanso del Señor. Pero encontré un punto en las lecciones que era difícil de aceptar: la audaz afirmación de que Jesús era el Mesías. ¿Cómo podía ser? ¿No era el mismo en cuyo nombre millones de judíos habían sido masacrados? ¿No había estado la Iglesia cristiana en primera fila persiguiendo a los judíos? ¿Y qué decir del clero cristiano que instigaba a cazar y perseguir a los judíos a través de toda la Europa cristiana como si fueran animales salvajes? ¡Este Jesús nunca podía ser el Mesías!

La lucha espiritual continuó por muchos meses. Cuidadosamente estudié las profecías, especialmente las de Daniel e Isaías. Lentamente mi resistencia se fue desmoronando y finalmente acepté a Jesús como mi Mesías.

Viviendo mi fe

Tenía que dar a conocer la noticia a mis padres. Les escribí sobre mi convicción de que Jesús era el Mesías de Israel. Les conté que me había vuelto un judío completo y no un gentil. Traté de hacer que las cosas fluyeran lo más suavemente posible.

Mi padre no perdió tiempo. Se apareció en mi apartamento. Ya había hecho arreglos con mis superiores para que me dieran algún tiempo libre, diciéndoles que mi madre estaba seriamente enferma y que ella deseaba verme. Yo estaba realmente preocupado. Mientras viajábamos hacia casa, mi padre casi no cruzó una palabra conmigo. Cuando llegamos, descubrí que mamá estaba en el cine. En cuanto regresó, gritó, chilló y me amenazó. Demandó saber cómo yo había podido llegar a ser un traidor de mi familia y de mi pueblo. La perorata duró un largo rato. La dejé hacer toda esa gritería mientras sostenía mi cabeza entre mis manos. Estaba en paz, y su llanto, aunque doloroso, no me conmovió.

Gradualmente se fue calmando. Primero vinieron las promesas. Podría volver a casa y mi padre me iba a conseguir un empleo en la localidad. Después vinieron las amenazas. Si yo no renunciaba a mis ideas locas iba a ser desheredado. Hasta celebrarían un servicio fúnebre en mi memoria con un féretro verdadero y rituales de entierro reales.

Era tarde cuando me fui a dormir aquella noche. A la mañana siguiente requirieron que visitara a todos los judíos prominentes de la comunidad con la esperanza de que me persuadieran y cambiara mi manera de pensar. Me sentí aliviado cuando acabó esa “inquisición”. Dándose cuenta de que no iban a hacerme cambiar lo que pensaba, mi madre y mi padre hicieron un intento final. Mientras yo creyese que Jesús era el Mesías no necesitaba volver a casa de visita. No sería más su hijo. Esto me dolió mucho, especialmente porque papá y yo éramos buenos amigos.

Volví a mi apartamento. Hablé con mi jefe sobre mis nuevas creencias. Quería tener los sábados libres.

—Mi querido muchacho —replicó—, yo soy cristiano y tengo que trabajar los domingos. Lo siento mucho. No puedo dejar que tomes los sábados libres.

—En ese caso, señor —contesté—, no me queda otra alternativa que renunciar.

—No seas tonto, muchacho —me amonestó mi supervisor con preocupación genuina—. ¿Te das cuenta de que estás echando por la borda una magnífica carrera? En pocos años tú serás un ingeniero electricista. Llegarás a ser un hombre rico. ¡No seas arrebatado y estúpido!”

—Lo siento, señor —le contesté—, pero tengo que obedecer a mi conciencia. Si no puedo hacer lo que le pido, entonces debo renunciar.

Y renuncié. Bien pronto me encontré imposibilitado de hallar un empleo con sábado libre. Poco a poco mis ahorros se fueron agotando. Difícilmente me quedaría lo suficiente para comer. El propietario de mi apartamento me amenazó con echarme si no cumplía con el pago de la renta mensual. Le rogué que me dejara estar unos pocos días más. Cuando estaba por concluir mi tiempo adicional, llegó una carta certificada. Contenía algo de dinero; lo suficiente como para atender mis necesidades inmediatas. Alguien se había sentido impresionado para salir en mi rescate.

Me inicié como vendedor de publicaciones religiosas, un colportor, aunque era tímido y tartamudeaba mucho. Y el Señor me mostró un camino, fuera de los ghettos de Rodas, fuera de las garras de la peor de las tiranías de la historia, alejado de los circuitos de la explotación del cobre africano, para ser maestro en escuelas de iglesia. Desde el descubrimiento de mis raíces hasta alcanzar la dicha, mi existencia ha estado consagrada al encuentro del verdadero significado de la vida en la Palabra de Dios.

Pero esto no es todo. Yo no estaba solo en este proceso. Años después de mi propio descubrimiento, mi padre emigró otra vez; fue a Houston, Texas. Allí se encontró con cristianos hispanos en 1998. A mi padre le encantaba hablar el español que había aprendido en sus años mozos. Sus nuevos amigos le contaron que Jesús era realmente el Mesías, y mi padre, antes de fallecer, a la edad de noventa años, se convirtió en creyente.

Alf Nahaman ha enseñado treinta años en escuelas públicas y de iglesia. Actualmente reside en Sudáfrica, donde escribe por cuenta propia, en especial para niños. Su dirección electrónica es: alfjenah@mweb.co.za