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Una experiencia misionera inolvidable

Durante el año escolar 2000-2001, tuve la oportunidad de trabajar como estudiante misionera en Kenia. Mientras mi avión aterrizaba en el aeropuerto internacional de Nairobi, comprendí que mi vida estaba a punto de cambiar. No sabía cuál sería mi trabajo, quién estaría allí esperándome o cuándo empezaría a trabajar. Pero sí sabía que esto iba a ser una aventura.

En cuanto salí de la aduana con mi equipaje, miré a derecha y a izquierda en busca de alguien que llamara mi nombre o que mostrara un papel con mi nombre. Finalmente, una mujer muy bronceada y de cabello negro y rizado me llamó. Debbie Aho, la contadora del OCI. (Outpost Centers Inc.) y esposa del que sería mi jefe durante los próximos diez meses, había venido a buscarme y me llevó a unos 20 km desde allí, a un pueblo llamado Utung Rongai.

Las oscuras y sucias cabañas y centenares de bolsitas de plástico que volaban por el aire fueron las primeras en darme la bienvenida. Ese panorama me recordó la pobreza que había visto en ciertas partes de Asia en donde me crié.

Muy pronto colegí que había mucho que hacer y muchas personas a quienes ayudar en ese país. Durante los siguientes meses, trabajé en varias localidades de Kenia en proyectos de construcción y ayudando a los grupos en misión. Aprendí muchas cosas: a cocinar, a construir, a mezclar cemento y a conducir un viejo camión del ejército con demasiadas marchas y un embrague muy susceptible. Pero lo más importante fue que aprendí a conocer al pueblo africano que me rodeaba.

Trabajé sobre todo con la tribu de los masai. Una de mis tareas era la de enseñarles a cultivar la tierra. Resultó muy difícil porque la tribu rival de los masai desde hace más de 2000 años, los kakuyus, son un pueblo conocido por sus habilidades agrícolas. Ahora yo les estaba enseñando a los masai tan luego técnicas parecidas a las de los kakuyus.

Dado que hubo una gran sequía y que el ganado de los masai se estaba muriendo, se hizo cada vez más imprescindible que ellos aprendieran a trabajar la tierra. Así que, lentamente y con dificultad, les enseñé a los niños del pueblo a cultivar mientras ellos intentaban enseñarme el swahili. Fue difícil para ambos. Gracias a todo ello, aprendí que la vida en esta tierra es efímera. Dios me enseñó muchas cosas mientras estuve en el extranjero, lejos de mi casa. Me enseñó a mirar a mi alrededor. Mi casa tan cómoda, mi familia tan cariñosa y mis amigos sólo son una minoría. Mucha gente en el mundo sufre y vive en casas de cartón mientras otros viven como si el tiempo les perteneciese para siempre. Yo no. Ya no.

Millones de personas todavía no han oído las buenas nuevas de salvación. Pero el mensaje se está esparciendo rápidamente.

Estoy muy agradecida por la experiencia que tuve yendo a África para prestar servicio voluntario. Aunque no hace falta ir muy lejos para ser un embajador de Cristo. Mucha gente en mi vecindario necesita a Dios urgentemente. Mira a tu alrededor. Estoy segura de que sucede lo mismo en tu vecindario. Cristo está todavía esperando a los que quiere llevar consigo. Queda poco tiempo. ¿Por qué no aprovecharlo?

Heidi Ryan cursa el segundo año en Columbia Union College, Takoma Park, Maryland, EE. UU. E-mail de OCI: kbusl@outpostcenters.org


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