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¿Puede entenderse la realidad sin Dios?

“El mundo —decía Arthur Schopen-hauer— es mi idea”.1

Si el mundo real es lo que Schopenhauer concibe en su mente, entonces también es sólo lo que cada uno de nosotros piensa o imagina. Según Schopenhauer lo que conocemos “no es un sol, y no es una tierra, sino tan sólo un ojo que ve un sol, una mano que siente la tierra; el mundo que nos rodea está allí solamente como idea, esto es, sólo en relación con algo más, con aquel que concibe la idea, que es él mismo”.2 Y puesto que somos diferentes ojos, diferentes manos, diferentes conciencias, conocemos diferentes soles, diferentes tierras. Si el mundo es una idea, entonces el mundo es una idea diferente para cada uno de nosotros.

Este interrogante, acerca de qué es real en oposición a qué es percibido, es tan antiguo como la metafórica caverna de Platón, en la cual todos los seres humanos estaban encadenados de cara a la pared posterior, de modo que toda la realidad se les presentaba como sombras proyectadas en ese muro por un fuego que ardía a sus espaldas.

Únicamente por medio de la educación filosófica y racional, argumentaba Platón, podía alguien escapar de la caverna y ascender al mundo de la luz plena, esto es, a la realidad tal como verdaderamente es. Por muy apropiada (o imperfecta) que sea la metáfora de Platón, ¿qué pasaría si de veras pudiéramos colocarnos detrás de las apariencias, las sensaciones y los fenómenos para explorar la realidad auténtica, sin los inevitables filtros humanos que nos la colorean y empaquetan como apariencias y fenómenos? ¿Cómo se vería, cómo se sentiría, qué olor y sabor y color tendría la realidad misma? Todo lo que podemos conocer de la realidad, aun lo que surge de la razón pura, llega a nosotros como resultado de procesos neuro-eléctrico-químicos que chisporrotean silenciosamente dentro de la húmeda oscuridad cubierta de piel y cráneo que es nuestra corteza cerebral.

Aun si fuera posible deslizarnos y colocarnos detrás de las apariencias para percibir la realidad, ¿cómo podríamos percibirla con otra cosa que nuestros sentidos, que siempre tienen preferencias y límites en sus preconceptos? Cualesquiera sean los sensores que nos conectan con lo que está fuera de nosotros, cualesquiera sean los dispositivos que nos comunican con el mundo, cada uno tiene su propio foco, sus tendencias y sus limitaciones. Diferentes combinaciones crean diferentes realidades. ¿Cómo puede la realidad ser nada más que lo que nuestros sentidos perciben de ella; lo cual significaría, entonces, que tendría que estar totalmente en nuestra mente?

La realidad y la Mente divina

Tal vez sólo si hubiera un ser, alguna Mente divina que pudiera ver todas las cosas desde cada perspectiva posible al mismo tiempo podría decirse que la realidad objetiva existe. Como argumentaba el obispo George Berkeley, ¿puede algo existir realmente, es decir, tener características o cualidades propias que no estén en última instancia en una mente que las percibe? Porque ¿qué son, en esencia, las características o cualidades (caliente, frío, rojo, amarillo, dulce, agrio, duro, blando) sino impresiones sensoriales? ¿Cómo pueden existir las impresiones sensoriales sin una mente que las perciba? ¿Cómo puede haber dolor sin nervios, o sabor sin sensores gustativos? Sin una Mente divina, ¿tiene sentido siquiera hablar acerca de lo que verdaderamente está fuera de nosotros, si todo es subjetivo, fluctuante, y a menudo nada más que impresiones sensoriales engañosas?

¿Puede haber verdadera moral (o verdadera realidad) si toda moral (o realidad) existe solamente como un conjunto de reacciones electro-químicas en mentes subjetivas? Intuimos que la moral existe independiente de nosotros; de otro modo, ¿cómo puede ser inmoral el asesinato de bebés tan sólo porque son judíos, si toda mente humana piensa lo contrario? Aún más, intuimos que la realidad existe independiente de la mente humana. De no ser así, ¿dejaría de existir el Monte Everest si ninguna mente lo percibe? Pero, ¿cómo pueden existir absolutos morales y ontológicos válidos para todos los seres humanos, si tanto la moral como la existencia se hallan sólo en la mente, no fuera de ella?

Estos interrogantes y sus implicaciones se han debatido por siglos. El empírico británico John Locke argüía que si el conocimiento humano procede solamente de la experiencia, entonces ¿cómo podemos conocer alguna cosa en sí misma? El conocimiento no puede ir más allá de la experiencia. Nada existe en el intelecto, escribió, que no haya sido percibido antes por los sentidos, y porque lo que está en los sentidos siempre es limitado, contingente y cambiante, nos quedamos con un insignificante conocimiento real del mundo.

Avanzando más allá de sus propias presuposiciones empíricas, George Berkeley acuñó su famosa fórmula, esse est percipi (“Ser es ser percibido”), alegando que las cualidades y las características de las cosas, aun sus cualidades más primarias (tales como la extensión), no existen fuera de la mente, y que únicamente cuando un objeto es percibido puede decirse que existe. “Porque ¿qué son los objetos antes mencionados [casas, montañas, ríos] sino cosas que percibimos por los sentidos? —escribió—. Y ¿qué percibimos fuera de nuestras propias ideas o sensaciones? Y ¿no es claramente repugnante que cualquiera de estos objetos, o cualquier combinación de ellos, pudieran existir sin ser percibidos?”3 Por cuanto la realidad se nos presenta únicamente como una sensación, no hay sensación (por tanto, no hay realidad) sin percepción. El obispo Berkeley no negaba que estas cosas estén allí, sino que afirmaba que cuando se dice que algo “existe”, significa tan sólo que es percibido por una mente.

Kant: Noumenon y phenomenon

Asumiendo la realidad a partir de proposiciones sintéticas a priori, sobre las cuales basó su revolucionaria filosofía, Immanuel Kant sostuvo que la mente en sí misma construye la realidad. No es que crea la realidad, sino que a raíz de estructuras preexistentes que hay dentro de ella, nuestra mente sintetiza y unifica la realidad, no de acuerdo con el mundo mismo, sino de acuerdo con cada mente. La mente se impone por sí misma sobre el mundo, que solamente se presenta según es organizado, filtrado y categorizado por la mente. La mente no se conforma al mundo; el mundo se conforma a la mente. Nuestro cerebro no modifica el mundo-tal-como-es—escribió Kant mucho antes de la revolución quántica—, sino que llega a nosotros solamente según nuestro cerebro lo permite.

Una persona que observa una montaña con binoculares verá algo diferente de alguien que la mira con un microscopio. La montaña está allí, por cierto; lo que vemos depende de que nuestra mente funcione como un microscopio, o como binoculares, o como un par de ojos humanos. A diferencia de los idealistas fenomenalistas posteriores (tales como Johann Gottlieb Fichte), que suprimirían toda realidad fuera de la que existe en nuestra mente, Kant no rechazó el noumenon, esto es, la realidad independiente de la cognición humana. El phenomenon (la realidad tal como se nos presenta) no puede existir sin noumena (la realidad tal como realmente es), así como el dolor no puede existir sin nervios. Lo que Kant asevera, en cambio, es que nunca podemos conocer la noumena, el mundo real, por lo que es. Hay una impenetrable y oscura barrera entre lo que existe fuera de nosotros y lo que finalmente aparece como realidad en nuestra conciencia.

Ninguno de estos filósofos, y ninguna de sus filosofías, han permanecido incontrovertibles. No obstante, es difícil argumentar contra el asunto fundamental: Las limitaciones del conocimiento, especialmente del conocimiento que nos llega tan sólo por medio de la percepción sensorial. Escribiendo contra la máxima de que “El hombre es la medida de todas las cosas”, Platón dijo que si lo único que se requeriría para conocer la verdad es la percepción sensorial, entonces un “cerdo o un mandril con cara de perro” también serían “la medida de todas las cosas”.

El punto que Platón quiere destacar es que la realidad no puede ser medida y juzgada solamente por los patrones humanos, porque diferentes individuos miden y juzgan la realidad de manera diferente, aun contradictoria. El argumento de que no hay realidad objetiva aparte de lo que perciben nuestros sentidos —aunque defendible con cierto rigor lógico y racional —no termina de convencernos, y en particular no persuade a alguien que apenas sobrevivió al estrellarse de cabeza contra un parabrisas. Esa persona sabe que algo real, sólido, objetivo existe fuera de ella misma.

Desde la caverna de Platón hasta el argumento epistemológico de Kant, nos acosa la pregunta: ¿Qué más hay allí, fuera de nosotros? ¿Qué existe y se mueve más allá del estrecho y finito espectro de las apariencias en la mente humana, en el vasto e infinito ámbito de lo totalmente real? Como los sonidos agudos que sólo el oído del perro puede captar, o los sonidos y las partículas tan reales como las pelotas de fútbol o las cantatas de Bach, ¿qué más existe como noumena que simplemente no podemos sentir, ver, palpar o intuir?

Dimensiones más allá del espacio y del tiempo

Los científicos hablan de otras dimensiones más allá del espacio-tiempo; algunas ramas de la física las demandan (la teoría del superstring requiere por lo menos diez dimensiones). Algunos matemáticos sostienen que los números puros existen en una “realidad” independiente, distinta de nuestro mundo de percepción sensorial. Otros afirman que lo sobrenatural, lo oculto, el reino de la fe, de los ángeles, y la esfera del bien y del mal existen en el noumenon, más allá de las continencias y limitaciones humanas. El autor del libro del Nuevo Testamento a los Hebreos escribió que “lo que se ve fue hecho de lo que no se veía” (Hebreos 11: 3, VRV). El apóstol Pablo se refirió a realidades “que hay en los cielos y... que hay en la tierra, visibles e invisibles” (Colosenses 1: 16). ¿Qué son esas cosas que no aparecen? ¿Qué son esas realidades invisibles, no tanto en el cielo sino en la tierra?

La distinción de Kant entre phenomenon y noumenon, aunque no prueba la presencia de lo sobrenatural, al menos ha abierto un espacio para su existencia. Él postuló, aunque no fuera más que eso, una residencia física factible, un lugar donde lo sobrenatural pudiera existir. Un millón de llamadas a teléfonos celulares cruzándose silenciosamente a nuestro alrededor implican la posibilidad —no la probabilidad— de otros intangibles (¿ángeles, tal vez?). Lo primero muestra que la actividad inteligente e intencionada puede funcionar en derredor de nosotros, y sin embargo permanecer más allá de nosotros, aun cuando nos afecte. (¿Quién, por ejemplo, olió, oyó, vio, gustó o palpó el elevado nivel de radiación que, en un tratamiento contra un cáncer avanzado, destruyó el revestimiento interior de sus intestinos, debilitó sus defensas inmunológicas y precipitó su muerte?)

El noumenon está allí, en más de una forma, todo el tiempo, y más allá de nuestras limitadas percepciones. El phenomenon es, quizá, la punta del iceberg del infinito noumenon que nuestra mente percibe y absorbe, como una oscura esponja. El que apenas podamos percibir un mínimo de la realidad total no significa que no percibimos una parte de ella. El que no la podamos conocer plenamente no significa que no podamos conocerla a lo menos parcialmente. En Éxodo, cuando Moisés le pidió a Dios: “Te ruego que me muestres tu gloria” (33:18), Dios respondió: “No podrás ver mi rostro; porque no me verá hombre, y vivirá”. Y entonces dijo: “He aquí un lugar junto a mí, y tú estarás sobre la peña; y cuando pase mi gloria, yo te pondré en una hendidura de la peña, y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado. Después apartaré mi mano, y verás mis espaldas; mas no se verá mi rostro” (Éxodo 33:20-23). Tal vez en eso consiste el phenomenon, la espalda, no el rostro, del noumenon.

Los matemáticos han encontrado increíble coherencia y belleza en el mundo de los números. Las matemáticas parecen estar “más allá” de las sensaciones, no como estructuras físicas sino más bien como precisas y delicadas relaciones entre entidades preexistentes, más permanentes y firmes que el mundo material. Aunque el cerebro procese las fórmulas matemáticas de manera abstracta, intuimos que se trata de realidades que se presentan más consistentes, confiables y estables que los caprichos efímeros, vacilantes y artificiales del phenomenon. Tres kilos de arroz, no importa cuán exacta sea la balanza, siempre serán más o menos que tres kilos (siquiera apenas por unas pocas moléculas); sin embargo, el número tres, como número en sí mismo, es absoluto y puro, sin necesidad de ajustes o refinamientos.

Por consiguiente, ya sea como concepto o como sensación, algo del noumenon nos llega, aun cuando lo percibamos como phenomenon. Estamos diseñados, por decirlo así, para interactuar con el noumenon, con lo auténticamente real, o al menos con parte de él. Hay una adecuada armonía, una concordancia estéticamente placentera entre nuestros sentidos y la porción de la realidad que entra en nuestra conciencia.

¡Cuán afortunados somos al poder observar la parte del espectro electromagnético emitido por la estrella más cercana a nuestros ojos —el Sol— que no sólo nos permite ver los objetos sino además verlos en toda su belleza! ¿Hay alguna razón lógica, necesaria o siquiera práctica para que las puestas de sol o los pavos reales sean representados tan placenteramente en nuestra mente? Sea cual fuere la cosa-en-sí-misma que emana de las hojas de menta, ¡cuán agradable resulta que, al penetrar en la nariz, nuestra mente la perciba como una fragancia deleitosa! No importa qué sea en-sí-misma una naranja (o un durazno, o una ciruela, o una uva), no sólo interactúa tan sabrosa y deliciosamente con nuestra boca, sino que además viene saturada con elementos químicos y nutrientes que satisfacen perfectamente nuestras necesidades físicas.

Por supuesto, los mismos dispositivos que proyectan el bien y el placer en nuestra conciencia, hacen lo mismo con el mal y la fealdad. La puesta de sol que arroja incandescentes rayos de luz desde el horizonte también deja detrás una fría estela que afecta a los pobres que quedan acurrucados y temblorosos en umbrales hostiles. No importa cuán exquisita sea una uva o sabrosa una manzana, la peste a menudo las descomponen antes que lo haga el vientre humano. Y ese vientre también provee amplio terreno para el surgimiento de tumores voraces. Por lo tanto, por más inherentemente bueno que sea el phenomenon, el mal con frecuencia lo malogra.

El mal: Un parásito

El mal siempre aparece después de la realidad fundamental, como un parásito. San Agustín, en La Ciudad de Dios, afirmó que el mal es una disminución, un abandono del bien. El bien vino primero; el mal lo siguió. No hay causa eficiente del mal, decía él, sólo una causa deficiente. Lo que llamamos mal “es meramente la ausencia de algo que es el bien”.4

Como el silencio, como la oscuridad, el mal surge solamente de una carencia, de un vaciamiento. “Ahora —continuaba Agustín—, tratar de descubrir las causas de estos defectos —causas, como he dicho, no eficientes, sino deficientes— es como si alguien procurase ver la oscuridad o escuchar el silencio. Sin embargo, ambos son conocidos por nosotros, y el primero sólo por medio del ojo, el último sólo por medio del oído; pero no por su realidad positiva, sino por su ausencia”.5

Observemos cuidadosamente: un durazno podrido requiere, en primer lugar, la existencia de un durazno sano. No puede haber enfermedad sexual sin que haya, primeramente, una relación sexual. Y antes de una criatura violada existe solamente una criatura normal. Los adjetivos son secundarios, no originales, intrusiones después-del-hecho, posteriores a él; y el hecho mismo, como realidad pura, es bueno.

Los niños, los duraznos, las relaciones sexuales —antes de cualquier defecto o imperfección— revelan el toque creativo de un amor tierno y gentil. Pensemos en ellos, sin todos los adjetivos negativos; imaginemos a la criatura, sin modificación. Por más rudamente que haya sido afectada, la naturaleza aún puede trascender la lógica pura y permitirnos intuir indicios de un futuro más prometedor que la entropía cósmica. Al relacionar lo que está en nosotros (nuestros sentidos) y lo que está más allá de ellos (lo sentido), la ecuación computa un resultado bello, los números se conectan, aunque tengan que ser calculados en nuestro corazón, no en nuestra cabeza.

Pensemos por un momento en la doctrina bíblica de la encarnación. Es una afirmación casi inconcebible: Dios mismo se encarnó en un ser humano. El Creador y Sustentador del vastísimo universo asumió nuestra carne, vivió entre nosotros y en la cruz cargó con cada adjetivo y adverbio y verbo malvados. Y el peso de toda esa maldición —su culpa, su consecuencia, su penalidad— fue suficiente para matarlo. Dios no es inmune a nuestro dolor ni a nuestro mal. Por el contrario, quebrantaron su vida, en Jesús, en la cruz.

Pero si la Cruz es una realidad, lo es como evidencia incontestable de que Dios nos ama con un amor que se extiende por encima de la fría expansión de lo infinito hasta entrar en los febriles rincones de nuestra vida temerosa y frágil. Nos confirma, también, que habiendo asuntos tan importantes en juego, Dios no habría ido a la cruz sin darnos razones para creer que lo hizo. Y una de esas razones es su plan de restaurar el mundo y las criaturas a su condición original, prístina. Imaginemos la creación despojada de todos sus viles modificadores; y entonces imaginemos esos modificadores cayendo, con todo su enorme peso, sobre Jesús.

Si alguien rompiera el vidrio y dañara con un cuchillo el cuadro de la Mona Lisa, ¿esas cuchilladas disminuirían el amor que Leonardo invirtió al retratar a esa famosa dama? No puede haber hambruna sin que primero haya campos de trigo y maíz. ¿Y qué nos dicen el trigo y el maíz acerca de Alguien que primeramente envolvió su semilla en la cáscara antes que el agua, la tierra, el aire y el sol hicieran asomar el tallo y lo cubrieran con espigas? ¿De Alguien que también diseñó nuestro organismo para que esos granos de trigo y maíz tostados tuvieran tan buen sabor en nuestra boca y cuyos nutrientes se adecuaran tan saludablemente a nuestras células?

Por cierto, los campos cubiertos de cereales no validan el argumento moral de la existencia de Dios, así como el aroma inconfundible de las orquídeas no invalida el materialismo a priori. Hay que admitir que las luminosas puestas de sol revelan los límites de la lógica y la razón para conocer el amor de Dios. Y aun un bebé en su admirable inocencia no demuestra que Cristo murió en la cruz por nosotros. Reconozcamos los límites de estos argumentos; pero no les neguemos su importancia y su peso.

“Pregunta a las bestias o a las aves: ellas te pueden enseñar. También a la tierra y a los peces del mar puedes pedirles que te instruyan. ¿Hay alguien todavía que no sepa que Dios lo hizo todo con su mano? En su mano está la vida de todo ser viviente” (Job 12:7-10, VP).

Clifford Goldstein es el redactor de la Guía de Estudio de la Biblia para Adultos. Este ensayo ha sido adaptado de su libro God, Gödel, and Grace: A Philosophy of Faith (Hagerstown, Maryland: Review and Herald Publ. Assn., 2003). Publicado con permiso.

REFERENCIAS

1. Arthur Schopenhauer, The World as Will and Idea (Londres: J. M. Dent, 1955), p. 4.

2. Ibíd.

3. George Berkeley, On Principles of Human Knowledge, extractado en The Speculative Philosophers (Nueva York: Random House, 1947), p. 254.

4. San Agustín, The City of God (Nueva York: Doubleday, 1958), p. 217.

5. Íd., p. 254.


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