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En la cárcel: un problema de conciencia

Después de la liberación de Shangai en 1949, los nuevos gobernantes estaban más interesados en eliminar la corrupción que en imponer la ideología comunista. El proselitismo religioso, aunque oficialmente prohibido, era permitido y así el cristianismo se difundió por la ciudad.

A comienzos de la década de 1950 la Iglesia Adventista del Séptimo Día llegó a ser la denominación de más rápido crecimiento. Por esos años, un joven llamado Robert Huang, hijo de un hombre de ascendencia china nacido en los Estados Unidos, se unió a la Iglesia Adventista e ingresó en el ministerio pastoral.

Poco después que Mao Zedong hubo encaminado Shangai por la ruta del marxismo, el gobierno se dedicó a aplastar lo que llamaban “superstición”. Lamentablemente otros cristianos, celosos del crecimiento de los adventistas, animaron al partido para que iniciara en la ciudad el denominado Movimiento Acusador. Así los esposos comenzaron a acusarse mutuamente y los miembros de las iglesias denunciaron a sus propios dirigentes.

La persecución fortalece a la iglesia, pero si es excesiva, puede destruirla.

Después de un tiempo, las denominaciones cristianas de Shangai casi desaparecieron. Muchos dirigentes adventistas transigieron con el gobierno, incluso en temas fundamentales de fe y práctica, como por ejemplo la violación del sábado del cuarto mandamiento de Éxodo 20. Para consternación de Huang, los dirigentes le exigieron que siguiera su ejemplo. Rehusó y fue expulsado del ministerio por sus colegas.

Éste es su testimonio.

El adventismo llegó a ser una iglesia dirigida cada vez más por menos pastores, ya que iban siendo encarcelados uno tras otro. Fui uno de los últimos, si no el último pastor capaz de atender a los adventistas que quedaban en Shangai. Puesto que el proselitismo era ilegal en la nueva China, me sumí en la clandestinidad para celebrar en secreto servicios religiosos en las casas de los miembros, junto a los lechos de los enfermos en los hospitales o en los bancos de las plazas. Pronto llegué a ser un hombre marcado y los miembros de la policía secreta comenzaron a seguirme.

Se me detuvo en 1964 y se me arrojó en prisión sin juicio de ninguna clase. Puesto que me resistí a confesar los crímenes que nunca había cometido, los guardias me dijeron que cooperara o que me sentara en el suelo hasta que me pudriese. Sin embargo, tenía un consuelo. Cuando les expliqué que como adventista yo seguía el régimen prescrito en Levítico, el mismo que descarta el consumo de carne de animales inmundos, especialmente de cerdo, aceptaron mi solicitud y me dieron alimento halal, que era el que le daban a los musulmanes.

Mientras aguardaba mi sentencia, busqué oportunidades para compartir mi fe. Necesitaba una Biblia, pero se las prohibía en la prisión. La historia de cómo conseguí una Biblia de bolsillo en inglés es un milagro. (He contado esta historia en Diálogo 14:3, “La Biblia escondida”.) Oculté la Biblia entre las páginas del libro rojo del presidente Mao, y en secreto les enseñaba acerca de Dios a mis compañeros de prisión.

Podría haber seguido dando testimonio si no hubiera intentado comunicarme con el mundo exterior. Puesto que mis familiares habían podido introducir una Biblia en la prisión, se me ocurrió pasarles clandestinamente mi historia. Ellos habían escondido la Biblia en una barra de jabón, de manera que yo escondí mi historia en un frasco de medicina. Desgraciadamente, los guardias me vieron cuando estaba deslizando el frasco en manos de mi hermana. Ahora los guardias tenían algo de qué acusarme, y se decidió que se me sometería a torturas.

Después de meses de obligarme a permanecer por horas en posiciones contorsionadas, mientras mis compañeros de celda me abofeteaban, me apaleaban y me daban de puntapiés, mi salud se comenzó a debilitar. Entonces al guardia me comenzó a probar cambiando mi alimentación. Me servían arroz con carne de cerdo, un alimento al cual yo había renunciado por razones bíblicas cuando acepté el adventismo. Al principio dejé de comer, pero después comencé a toser. Sentí que la tuberculosis me acosaba.

Cada día mis compañeros de prisión me gritaban: “¡Únete a la nueva China! ¡Abandona tus supersticiones!” Sus gritos me dolían más en el alma que los golpes que le propinaban a mi cuerpo. Exteriormente me mantenía firme, pero dudaba por dentro. ¿No debería transigir? Si no comía me debilitaría cada vez más. Seguramente el Señor no quería que sufriera de tuberculosis en vano. ¿No querría Dios, acaso, que hiciera todo lo posible para mantenerme fuerte y sano? Comer carne de cerdo no era inmoral. No era lo mismo que violar alguno de los mandamientos. Las obras no me salvaban, sino la fe en Jesucristo. Si como carne de cerdo, pensaba, mi mente estará más alerta y podré resistir mejor mi diario tormento.

Al día siguiente, temiendo que moriría de tuberculosis, y al faltarme la confianza de que Dios de mil maneras diferentes podía liberarme, comí carne de cerdo. Mi ilusión de que mi vida en la cárcel iba a mejorar por transigir resultó ser un tremendo error. Al ver que yo daba un paso en su dirección, mis atormentadores me indujeron a dar otros más. Quise dejar de comer cerdo, pero los guardias siguieron proporcionándomelo. Al haber obrado una vez en contra de mi conciencia, no tuve argumentos para que me cambiaran la comida. Cuando les pedí que la cambiaran, se burlaron de mí: “Tú no eres musulmán —me dijeron—. ¡Tú comes cerdo!” Pronto lo seguí comiendo en forma regular.

Mis atormentadores me obligaron a leer listas de prisioneros que habían sido ejecutados, entre los que había muchos cristianos. El mensaje era claro: “Si no cambias, tendrás que enfrentar tú también el pelotón de fusilamientos”. Me preocupaba mi Biblia, temiendo que los guardias descubrieran que mis familiares me la habían proporcionado subrepticiamente y los arrestaran. En medio de mi sufrimiento, me olvidé de que si Dios había permitido que mis familiares me pasaran la Biblia también podía impedir que la descubrieran ahora. Para proteger a mi familia, decidí deshacerme de mi preciosa Biblia.

Cierto día, mientras caminaba hacia mi celda, un compañero de prisión con quien yo había estudiado la Biblia me gritó: “¡Tú no eres un verdadero cristiano! ¡Si lo fueras, no estarías comiendo carne de cerdo!” Por un lado me alegré de que recordara los principios bíblicos de alimentación que yo había compartido con él, pero la dureza de sus palabras me dio a entender que me estaban observando muy de cerca. Sentí que mi credibilidad había disminuido y también mi influencia. Pensé pedir que me cambiaran la comida, pero me faltó valor.

Seis meses después del comienzo de mis sesiones de tortura, éstas terminaron abruptamente. Yo seguía firme en mis convicciones, excepto en el tema de la carne de cerdo. Algunas veces me animé a pedir que me sirvieran verduras, pero en vano. “Has estado comiendo cerdo, ¿qué tiene de malo ahora?” me gritaban los guardias.

Cierto día me visitaron los miembros de mi familia y me enteré de que mi hermano menor había sido detenido por ser médico y cristiano. Me animó mucho saber que él había estado a la altura de sus convicciones. De vuelta en mi celda me sentí avergonzado. ¿Cómo le podría decir: “La presión en la cárcel fue tan fuerte que transigí. No he sido fiel”? No sólo le había fallado a mi hermano menor; también había dejado de dar mi testimonio cristiano. Concluí que a veces la vida de una persona es el mejor sermón, y decidí que con la ayuda de Dios iba a predicar ese sermón con todas mis fuerzas.

La próxima vez que me sirvieron carne de cerdo, la rechacé y pedí que me dieran comida más sencilla. Al principio los guardias no quisieron cooperar, pero con el tiempo accedieron a mi pedido. Junto con mi nueva alimentación aumentó mi fortaleza espiritual. Al ganar la batalla con mi propia conciencia sentí que la presencia de Dios estaba muy cerca de mí y otra vez comencé a compartir mi fe en la cárcel. Pronto, con la ayuda de Dios, pude traer a un ladrón a los pies de Cristo.

En 1979 me liberaron de la prisión, me reintegraron a la obra organizada de la Iglesia Adventista y me dieron de nuevo mi credencial de pastor. Hoy viajo por el mundo contando con gratitud mi historia de luchas, flaquezas y victoria.

Stanley Maxwell es docente en Lake Michigan College, Estados Unidos, y autor de The Man Who Couldn’t Be Killed y The Man Who Lived Twice. El resto de la historia de Robert Huang puede leerse en el libro Prisoner for Christ, que acaba de publicarse. Estas obras pueden adquirirse por internet: www.maxwellsgiftsandbooks.com.


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