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La voz que Dios me dio

Nací en Zambia, Africa. Mi abuelo materno se llamaba Katufi y mi abuela, Kasongo Mwelwa. No conozco la fecha exacta ni el lugar en que nacieron. Sé que mi abuelo nació en 1900 y que fue declarado Jefe Mwata Kalumbu por 1930, autoridad que conservó hasta su muerte, a los 100 años de edad.

Mi madre padecía de lepra, aunque su enfermedad estaba controlada gracias a los medicamentos; por eso no sufrió las desfiguraciones y la pérdida de miembros comunes a esta enfermedad. Se casó, pero mi padre la abandonó antes de que ella supiese que yo iba a nacer. Éramos muy pobres y la única vivienda que pudimos encontrar se hallaba en el predio de un cementerio en el Congo.

Cuando el viento soplaba fuerte, oíamos sonidos como de gente que se ahogaba y pedía auxilio. Por las noches llegaban visitantes desconocidos y yo recibía apaleaduras terribles. Como era un niño inocente, no entendía por qué ocurrían esas cosas.

Tenía 7 años cuando regresamos a Zambia. Nuestra pobreza era tal, que nuestro plato único era la raíz de la mandioca o yuca. Hay que manejar con cuidado esta raíz, porque si no se lo hace puede echar a perder la harina de la mandioca. Aunque casi no tiene valor alimenticio, era todo lo que teníamos. Y por la misericordia de Dios, pudimos sobrevivir.

Yo estudiaba en una escuela católica, pero el no tener lo suficiente para comer, un lecho decente para dormir y ropa adecuada afectó bastante mi salud. Era asmático, y con todo me encantaba cantar. Llegué a pertenecer a un coro masculino de la escuela, y a menudo cantaba en la iglesia adventista a la cual asistía. Cierto día un severo ataque de asma me dejó postrado. Algunos amigos vinieron a orar por mí junto al lecho en que me encontraba, clamando: “¡Señor! ¡Quítame el asma y déjame la voz, o déjame el asma y toma mi voz!”

Repentinamente, sentí como si alguien me hubiese echado un balde de agua helada. Pocos minutos después estaba corriendo los tres kilómetros que me separaban de la iglesia. Tenía un compromiso para cantar, al que no quería faltar. Aquel día el Señor me libró del asma y nunca más volvió. Agradecido, le dije: “¡Señor, te dedico mi voz para alabar tu nombre!”

Sin embargo, seis años después de mi bautismo, en julio de 1974, mi vida espiritual estaba atravesando su peor momento. No tenía trabajo, el soñado matrimonio con mi novia no se había concretado, y yo estaba desesperado. Precisamente entonces recibí una carta en la que se me explicaba que quien la enviaba había oído comentarios sobre mi talento vocal. Como se necesitaba un bajo para completar el cuarteto masculino de la iglesia, quería saber si yo tendría interés de integrarlo. ¿Qué si yo estaba interesado? Sentí que mi fe renacía con nueva fuerza.

Ya en mi nuevo destino, comencé a ganarme la vida como chofer de taxi. Pero luego de un serio asalto a cuchillo mientras conducía el taxi, sentí que debía cambiar otra vez de localidad. Fue así que decidí trasladarme a Sudáfrica a fin de alcanzar mi sueño de ser cantante. Para un joven como yo, golpeado por la pobreza, esto era una locura. Sin embargo, luego de una serie de intervenciones milagrosas de Dios, finalmente llegué a la Ciudad del Cabo. Aunque estaba solo, sin dinero ni apoyo y con muy poca ropa, tuve la impresión de que ya me encontraba en camino hacia el cumplimiento de mi sueño.

Mientras me dirigía a Helderberg College, una institución adventista de educación superior, me fascinó la belleza del paisaje. Por un momento olvidé los temores que había venido alimentando durante mi largo viaje. Todo saldría bien. Cerré los ojos y le agradecí al Señor por haberme traído hasta ese lugar.

Al entrar en la oficina de la docente que iba a ser mi instructora en voz, ella se levantó de la silla y exclamó: “¡No lo puedo creer! Después de escuchar tu voz en la grabación, esperaba encontrarme con un hombre muy alto. ¿Cómo puede una voz tan grave salir de un cuerpo tan menudo?” La prueba grabada a la que la profesora Dunbar hacía referencia había sido enviada por mi amigo Darryl. Y mientras conversábamos de mi largo viaje con la profesora, ¿quién apareció en la oficina? ¡Pues el mismísimo Darryl! Me dio un fuerte abrazo, mientras me decía cuán contento se sentía porque yo había podido llegar.

Como al día siguiente recibiría la primera clase de canto de la instructora, mi entusiasmo no tenía límites. Pero la ansiedad no me permitió disfrutar de una buena noche de descanso. La primera clase está tan profundamente grabada en mi memoria, que podría repetir cada detalle. Recuerdo todo desde el momento en que ella me dio la bienvenida a la sala de música: su exposición sobre los objetivos del canto, el propósito de la práctica vocal, la importancia de la dedicación y disciplina, el valor del canto para ampliar la cultura al brindar conocimiento sobre el pensamiento y los sentimientos de los compositores y músicos, para enriquecer la imaginación y fortalecer la salud por medio de la respiración profunda, para desarrollar la confianza propia ofreciendo placer tanto al cantor como al público, y muchos otros conceptos que no puedo incluir aquí por razones de espacio. Baste decir que esos primeros treinta minutos de clase me abrieron una enorme ventana al mundo del canto, tan amplia que mi cabeza me quedó dando vueltas después de salir. Me preguntaba si sería capaz de vivir a la altura de las expectativas que se habían generado sobre mi persona, pero me calmé a mí mismo diciéndome: “Esta es la profesora con la que vine a aprender desde tan lejos. Todo lo que ella me diga, lo voy a hacer”.

Había llegado a Helderberg cuando el conjunto musical de la institución se preparaba para una gira por el país que recorrería desde la Ciudad del Cabo a Pretoria, ida y vuelta. La profesora Dunbar decidió que yo debía ser incluido en el grupo que estaba por partir; pero primero debía pasar una audición pública. Sentí que había una gran expectativa cuando me paré frente al director del grupo y una selecta audiencia. Mi instructora admitió más tarde que le transpiraban las manos en ese momento, pues ella no estaba segura de cuán bien podría desempeñarme. Luego de la prueba, el veterano profesor se secó las lágrimas y me dijo: “Desde que Paul Robeson murió en 1976, no he oído otra voz de tan buena calidad”. Mi profesora quedó encantada. Regresamos al colegio, agradecidos por el impacto que mi audición había causado no sólo en el profesor sino en todos los que la presenciaron.

La gira comenzó con un concierto en el salón municipal de la Ciudad del Cabo lleno a pleno. Y de allí seguimos al interior. Pretoria fue el momento culminante de la gira. Mientras regresábamos a Heldelberg College, mi instructora se iba preparando para una entrevista con las autoridades de la institución con el fin de persuadirlas a que me aceptaran como estudiante aunque no tenía dinero. Mi disposición a realizar cualquier tipo de trabajo, aun limpiar sanitarios de ser necesario, junto con la insistencia de mi instructora, dieron resultado. El voto de la comisión fue favorable. Podría comenzar mis estudios y trabajar en la granja para pagar la colegiatura y la estadía.

Le debo muchísimo a Helderberg College; su gente ocupa un lugar muy especial en mi corazón. No sólo me puso en el camino de mi carrera como cantante, sino que fue allí donde encontré a mi esposa. Algunos de mis problemas de salud retornaron justo antes de nuestra boda en 1994, cuando debí enfrentar una cirugía muy seria. Un hueso astillado estaba pellizcando un nervio que afectaba mis riñones. Si la situación no hubiera sido resuelta a tiempo, yo no habría sobrevivido más de tres meses.

En septiembre de 1996 mi esposa y yo pisamos el suelo británico. Habíamos llegado para quedarnos. En 2004 participé en un popular programa musical patrocinado por la televisión nacional y obtuve el primer premio interpretando la conocida canción de Paul Robeson, “Ol’ Man River”. Al recibir ese reconocimiento, me quedé pensando en cómo podía agradecerle al Señor todo lo que ha hecho por mí.

Y del futuro, ¿quién es capaz de predecir lo que puede suceder mañana? “Para Dios todo es posible” (Mateo 19:26).

Anita Marshall es la autora de este relato abreviado de la vida de Charles Ngandwe, basado en extractos del libro The Voice He Gave Me (Grantham, England: Autumn House, 2004) y datos adicionales obtenidos en entrevistas. La autora, a quien le gusta escribir y cultivar su jardín, reside en Inglaterra. Su email: anita_marshall@hotmail.com


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